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¡No caigamos en la trampa de la autocompasión!

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Centro de Estudios Católicos - publicado el 02/09/14
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El continuo rumiar y el circunloquio de pensamientos autocompasivos conduce a consecuencias desastrosas

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Los directores espirituales, los psicólogos, los psiquiatras, los amigos, las personas que han ganado la confianza de otras, están acostumbradas a escuchar una sentencia enunciada de infinitas de maneras: ¡No valgo! ¡Nada me sale bien! ¡Pobre de mí! Estas proclamas catastrofistas constituyen la “trampa de la autocompasión”.
 
Las personas dedicadas a la ayuda y al consejo aprenden a “desarmar” semejantes pensamientos. Partiendo desde una perspectiva espiritual, ¿acaso el valor personal no se enraíza en el amor que Dios tiene por cada uno de nosotros, con nombre y apellido, y que se ha manifestado en el sacrificio de su Hijo? Por otro lado, confrontando la realidad, el consabido “no valgo” difícilmente resiste un adecuado cuestionamiento.
 
El problema está quizá en dimensiones más profundas, y a la vez, cotidianas. Para enumerar algunas, el desconocimiento personal y los hábitos de pensamiento. Es necesario introducir otra consideración: el contenido que le otorgamos a la palabra “valor”. Lo que entiendo por ello es muy importante. Asimismo necesito preguntarme sobre qué base, qué patrones o modelos juzgo si valgo o no.
 
Es válido afirmar que difícilmente nos escaparemos de los hábitos mentales autocompasivos. Nos veremos asaltados por ellos, posiblemente, en circunstancias de aflicción. Cuando las cosas están serenas, comprendemos que aquellas cavilaciones no conducen a ningún lugar, salvo al abatimiento. Sabemos que es necesario mostrar firmeza con los abismos mentales, destructivos y catastrofistas. Pero, en momentos de fragilidad, y, especialmente, cuando está extendido el hábito de la autocompasión, estas maneras de pensar brotarán, requiriendo una respuesta de nuestra parte.
 
Durante la reciente canonización del Papa Juan XXIII recordaba la providencial pero difícil trayectoria que le acercó al Pontificado. Nombrado Nuncio, pasó 20 años destacado a dos destinos remotos, considerados superficialmente de “limitada importancia”: Bulgaria y Turquía. La tentación hubiese sido pensar que “se le tenía en menos”. Pero no fue así. Relata Angelo Giuseppe Roncalli en sus memorias que aquellos años fueron fundamentales para su aprendizaje pastoral y diplomático, adquiriendo una cosmovisión sobre las relaciones con las Iglesias Orientales y el diálogo interreligioso. Ideas que se plasmarían, más tarde, en la preparación del Concilio Vaticano II.
 
La “trampa” de la autocompasión
 
El psicólogo Jay Adams prevenía que el continuo rumiar y el circunloquio de pensamientos autocompasivos conduce a consecuencias desastrosas: «La autocompasión es pensar sin acción. Es hablar con uno mismo sin considerar las soluciones de Dios. Sólo puede producir efectos perniciosos. Cuando uno cavila sobre problemas pasados, permite que lo que ya no tuviera existencia, excepto en la mente, le haga desgraciado. Los problemas pasados no tienen este poder. Lo que hace uno sobre ellos es lo que determina el traerlos al presente. Cuando lo que uno hace es cavilar y compadecerse, está haciéndose a sí mismo desgraciado, creando su propio malestar»1.
 
La autocompasión puede constituirse en un hábito mental que no responde a la realidad. Una especie de “piedra de molino” atada al cuello que perturba la vida. Aquellos hábitos se acrecientan cuando se cede en materias que podrían “no ser”.
 
Los hábitos, incluidos los de pensamiento, son el producto de las costumbres acondicionadas a nuestro entorno. Nunca podremos dejar de valorar la importancia de los hábitos cuando están correctamente educados y encausados. El Cardenal Tomás Spidlik afirmaba que «la vida adquiere estabilidad por los hábitos que se convierten como una segunda naturaleza»2.

 
Algo que se descubre tempranamente es el costo de desterrar un mal hábito. Alguien afirmaba que el mejor método era semejante al empleado para extraer un clavo: introduciendo otro por el lado contrario. Se trata de practicar buenos hábitos, evangélicos, para desplazar a los nocivos. A este orden pertenecen también las formas de pensar. Con la ayuda de Dios, los hábitos forjan el carácter y dan soltura en las prácticas del bien. «El hombre virtuoso es siempre feliz al practicarlas»3. De lo contrario, si asumimos normas erradas o complacientes, sobreviene el fracaso y la frustración.
 
En cierta forma la autocompasión es una respuesta condicionada, una manera de pensar que puede ser “desarmada” mediante el despojamiento de hábitos de pensamiento que están en desacuerdo con la verdad, que es la adecuación a la realidad.
 
La autocompasión suele ser, por otra parte, una manifestación de orgullo. Por ejemplo, podemos pensar: “Me encuentro frustrado porque ansío que las cosas siempre me salgan bien o resulten a mi antojo”. Aquello no suele ocurrir. Existen situaciones que deseamos, pero que no son necesariamente las mejores. «Todos los argumentos de la razón son contrarios», explicaba Spidlik. «Entonces, se intenta justificar dicha acción con otras cosas, por ejemplo, con un texto de la Sagrada Escritura, que lo interpretamos de manera tal que nuestro pensamiento parezca recto»4.
 
San Doroteo de Gaza señalaba que difícilmente se podrá ayudar a quien está tercamente aferrado a sus propias ideas, a su voluntad caprichosa. Doroteo explicaba que el proceso del desorden viene de formas de pensar que suscitan una viva atención. En circunstancias correctas y prudentes existen instancias de discernimiento: la perspicacia espiritual, o la escucha al padre espiritual, por ejemplo. Pero quien está aferrado a su voluntad, trata de justificarse. Sobreviene entonces la obstinación. Entre los argumentos más recurrentes: “es justo”; “tengo derecho”; “me lo he ganado”. En lenguaje corriente, se trata de testarudez y terquedad.
 
La humildad, primer paso para salir de la autocompasión
 
¿Cómo quebrar el ciclo obstinado? Primeramente, movilizándonos fuera de la autocompasión, y avanzando hacia el auténtico conocimiento personal. Susan Annette Muto consideraba la humildad como el primer ingrediente del reconocimiento caritativo de las propias limitaciones5.
 
Muto destacaba el significado que Santa Teresa de Jesús atribuyó a la humildad, como andar en verdad, reflejando auténticamente quiénes somos. La mística carmelita recomendaba meditar en nuestra unión con Jesucristo quien, a pesar de conocer nuestras miserias y pecados, nos ama, nos dignifica y salva. Las voces de la autocompasión, por el contrario, nos conducen a tener lástima de nosotros mismos.
 
Los afligidos tienen siempre a mano una colección de excusas y racionalizaciones para justificar el complejo de “víctimas”. Una típica actitud, por ejemplo, es “echarle la culpa” de nuestros problemas a los demás, o a las circunstancias. También solemos fijarnos en nuestras características negativas. Por el contrario, es común que pasemos por alto las buenas cualidades, fijándonos exclusivamente en nuestras características negativas. Toda persona tiene valores, capacidades y recursos, pero se hace necesario edificarlos de manera realista.
 
Otro psicólogo, en este caso Charles Kemp, considera que mucha gente no es realista, poseyendo por lo general ideas falsas sobre sí mismas: «Algunos se comparan con otros y resultan perdiendo. También necesitan preguntarse si es una equivocada humildad la que hace que no se valoren. Algunos creen erróneamente que si se les aprueba son unos vanidosos. Ser humildes no quiere decir que tengamos que negar nuestros puntos fuertes, o despreciarnos. Significa que conocemos nuestras limitaciones»6.

 
Con su acostumbrada clarividencia, el pensador inglés G.K. Chesterton escribió: «Somos demasiado orgullosos para sobresalir». Empleando alguna ironía Chesterton se refería a la «soberbia de la timidez», cuyo peor vicio son los respetos humanos. Una persona que esconde su timidez tras la falsa modestia es en esencia egocéntrica. Habitualmente tiene una gran preocupación por la opinión de los demás, y un gran temor a ser considerado como un fracasado. Se paraliza ante una acción buena y necesaria por el miedo a quedar mal, especialmente si falla en su realización. Son los típicos intérpretes después del acontecimiento: “Yo lo hubiese hecho mucho mejor”.
 
Está el caso de un joven intelectual, toda una promesa en su ramo. Lamentablemente solía caer presa de la autocompasión y de aquella «soberbia de timidez», buscando justificar su pereza y temor de no cumplir con sus expectativas perfeccionistas. Estos pensamientos minaban sus motivaciones para entregarse al trabajo.
 
Tras años de reproches por haber abandonado libros proyectados y artículos comprometidos, se estrelló, cara a cara, con la verdad. Había desperdiciado un enorme caudal de talento creativo, echándole la culpa a las circunstancias, a los estados de ánimo, o a sus colegas, según su opinión, poco comprensivos, cuando en realidad quien era responsable era él mismo. Nunca se enfrentó seriamente con sus responsabilidades. Se concentró tanto tiempo en pensamientos autocompasivos y en sentir lástima de sí mismo, que no le quedó espacio mental ni inspiración emocional para dar rienda suelta a su capacidad creativa.
 
Como tantas personas, este talento frustrado creía firmemente que un cambio de circunstancias señalaría el inicio de la recuperación de su estado afligido. El problema estaba en que la transformación de las circunstancias se muestra incapaz de modificar necesariamente los esquemas de pensamiento. En la medida en que las creencias antievangélicas prevalezcan, se afincará el abatimiento.
 
San Pablo llamaba a ser implacables en la lucha contra el derrotismo: «Por lo tanto no nos rendimos; más bien, aunque el hombre que somos exteriormente se vaya desgastando, ciertamente el hombre que somos interiormente va renovándose de día en día. Porque aunque la tribulación es momentánea y liviana, obra para nosotros una gloria que es de más y más sobrepujante peso y es eterna; mientras tenemos los ojos fijos, no en las cosas que se ven, sino en las que no se ven. Porque las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas» (2Cor 4, 16-18).
 
Cuando el Santo Juan Pablo II visitó España en el mes de mayo del año 2003, se reunieron innumerables jóvenes para celebrar una vigilia en Cuatro Vientos. Uno de los testimonios que se dejaron escuchar aquella noche pertenecía a Lourdes Cuní, una muchacha que sufría de parálisis múltiple:
 
«Soy Lourdes, disminuida física. No puedo hablar y tampoco puedo andar; por ello debo utilizar una silla de ruedas. Durante mucho tiempo he vivido angustiada. A menudo me he preguntado cuál era el sentido de mi vida y por qué me ha pasado esto a mí. Esta pregunta ha sido constante y la prueba ha sido dura. Durante años la única respuesta ha sido descubrir cada mañana que estaba siempre en el mismo sitio: atada a una silla de ruedas. A veces he sentido que me habían arrancado la esperanza. Me sentía como si llevara una cruz, pero sin el aliento de la fe. Un día descubrí a Jesucristo y cambió mi vida. El Señor con su gracia me ayudó a recobrar la esperanza y a caminar hacia delante. Ahora, cuando veo a otros jóvenes enfermos al lado mío, pienso que mi cruz es muy pequeña comparada con la de ellos, y me gustaría mostrarles cómo yo encontré al Señor para transformar su dolor en un camino de esperanza, de vida y de santidad. Sé que mi silla de ruedas es como un altar en el que, además de santificarme, estoy ofreciendo mi dolor y mis limitaciones por la Iglesia, por Vuestra Santidad, por los jóvenes y por la salvación del mundo».
 
Nuestras cruces y sufrimientos son, quizá, menos graves que los de estas personas. Testimonios como el de Lourdes constituyen un aliento para no dejarnos vencer. En el misterio de la Cruz, del abatimiento y del dolor cotidiano, se esconde también el secreto de la alegría.
 
Por: Alfredo Garland Barrón. Artículo originalmente publicado por Centro de Estudios Católicos
 

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