“La ciencia, la agricultura, la filosofía, la cultura o la formación de los estados europeos no se entenderían sin la participación de los monjes benedictinos”.
Lo afirmaba Alejandro Rodríguez de la Peña, director académico del 1º Congreso Internacional Benedictino celebrado el año 2014 en Madrid.
Eran tiempos convulsos en Europa cuando nacía en el 480 Benito en Nursia (Umbría- actual Italia). El caudillo Odoacro había matado a Julio Nepote, el último emperador romano de Occidente, y campaba a sus anchas con sus huestes germánicas en el suelo continental.
La caída del imperio condujo a la pérdida de los fundamentos jurídicos, políticos y sociales que habían regulado en los últimos siglos Europa con mayor o menor eficacia y justicia.
Hijo de un patricio romano, Benito había nacido en una familia acomodada. Quiso ir a estudiar a Roma, pero vio frustrado su intento, por lo que decidió convivir durante un tiempo con una comunidad de ascetas.
De ahí marchó a Subiaco para retirarse a una cueva y fundar posteriormente doce monasterios donde vivían doce monjes en cada uno de ellos.
Entre el 525 y el 530 se dirige a Montecasino, lugar en el que permaneció treinta años y donde redactó la Regla que regirá desde entonces a todos los benedictinos: “Ora et labora”. Rezar y trabajar. Trabajo tanto manual como intelectual y una intensa vida de oración para predicar el Evangelio por todo el orbe.
Reconstruir Europa en lo material y espiritual
El centro, Norte y Oeste de Europa serán principalmente los campos de actuación del “ejército” de monjes de san Benito que comenzaron a transitar, establecerse y reconstruir el continente.
Gran parte de la cultura antigua greco-romana se hubiera perdido sin la paciente labor de copistas de los benedictinos.
Y no sólo la cultura, sino la agricultura, muchas artes e industrias tendrán en los monasterios un nuevo inicio y se convertirán en focos de una nueva civilización.
Al vivir apartados en algunos lugares, los monjes necesitaron elaborar su propia comida, labrar sus tierras y crear nuevas herramientas para, por ejemplo, la canalización del agua, a fin de llevarlas a los lugares altos donde construían los cenobios.
Trasformaron también páramos y bosques vírgenes en campos fructíferos y prados verdes, lo que atrajo a la gente al entorno del monasterio donde aprendió a labrar la tierra, cuidar los animales y otros oficios.
En hambrunas cíclicas, miles de personas no murieron por la previsión de los monjes, quienes domesticaron también a las bestias salvajes y expulsaron a bandidos y forajidos que infectaban caminos y bosques.
En el ámbito intelectual, además de la recuperación y transcripción del saber clásico, los monjes desarrollaron grandes escuelas monásticas y fomentaron la fabricación artesana de útiles domésticos, inventaron artilugios para fines diversos (un monje descubrió el reloj solar) y se dedicaron a la medicina y a otras ciencias aplicadas.
Antes de ser declarado Patrón de Europa, Pío XII confirió a san Benito el título de Padre del continente en reconocimiento de que su institución monástica había contribuido decisivamente a la creación del espacio material, espiritual y cultural europeo.
Sus monasterios se fueron diseminando por todos los lugares y, en su entorno fue eclosionando la nueva sociedad en sus aspectos político, económico, cultural y religioso.
Fue una labor lenta pero continuada, que pasó de una diversidad de pueblos a una comunidad cohesionada en torno a la oración y el trabajo, la Biblia y el Derecho romano, la disciplina y la pax monástica.
Expansión: rezar y laborar por los caminos del mundo
Según la tradición, es Gregorio Magno, en el 597 (50 años después de la muerte de san Benito), quien encargó a san Agustín de Canterbury la evangelización de los anglosajones. Desde Inglaterra, partió en siglo VIII otra misión hacia Germania, comandada por san Bonifacio, martirizado más tarde en el 754.
El primer gran reformador fue otro Benito, que luego llegaría a los altares con el nombre de san Benito de Aniano (750-821).
Entre los siglos XI y XVII surgieron nuevas familias monásticas inspiradas en la regla del monje de Nursia, como Camaldoli, Valleumbrosa, los Silvestrinos, Monte Oliveto, el Císter. Estos últimos, con San Bernardo de Claraval (1090-1153), se extendieron rápidamente por todo el continente.
Dieciocho años más tarde se funda el primer monasterio de toda América: São Sebastião do Bahía (nordeste del Brasil), y le siguen Río de Janeiro (1586), Olinda (1590), Paraiba do Norte (1596) y São Paulo (1598).
En el siglo XVII el abad Rancé, del monasterio de La Trappe (Francia), impulsa un retorno a los orígenes de la regla de san Benito, tras observar la relajación de las costumbres operada en algunos cenobios, en cuanto a la penitencia, la oración y el trabajo manual. Nacen, así, los Trapenses.
En el final del siglo XVIII y en las primeras tres décadas del XIX, los gobiernos europeos suprimen las órdenes religiosas por razones políticas, que volverán a restaurarse a partir de 1833.
Entre 1841 y 1881 benedictinos y cistercienses fundan en Estados Unidos, y las monjas del monasterio de Stanbrook (Inglaterra) hacen lo propio en 1911 erigiendo el primer monasterio benedictino femenino de América Latina en São Paulo (Brasil).
En estos últimos quince siglos se ha ido gestando el alma de Europa, a pesar de que los políticos actuales no lo hayan querido reconocer, porque en los monasterios han cristalizado el espíritu, la fuerza, la tensión que engendraron al hombre y al alma continental.