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La caridad: mucho más que limosna

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 26/06/14
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Es un amor que se abaja, que desciende y viene a abrazarnos, el amor divino que se encarna

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El otro día un sacerdote me hablaba de unos novios que, preparando su boda, no quisieron elegir la lectura en la que san Pablo hablaba de la caridad. Ellos querían hablar del amor y no de la caridad.
 
Tal vez identificaban la caridad exclusivamente con la ayuda al necesitado. Con la solidaridad y la ayuda al que no tiene. Sin embargo, la caridad es mucho más que ayudar en lo económico al que lo necesita. Dios es caridad. Dios es ese amor que desciende sobre el hombre.
 
El eros, el amor erótico, asciende, conquista, desea alcanzar lo que no posee. Mientras tanto, la caridad es el amor de Dios que se derrama sobre nosotros que tanto lo necesitamos. Es un amor que se abaja, que desciende y viene a abrazarnos. Nos busca cuando nos alejamos y nos lleva a descansar en su pecho.
 
Dice así un poema de Luis de Góngora: «Oveja perdida, ven/ sobre mis hombros, que hoy/ no sólo tu pastor soy/ sino tu pasto también/. Por descubrirte mejor/ cuando balabas perdida/ dejé en un árbol la vida/ donde me subió el amor/. Si prenda quieres mayor/ mis obras hoy te la dan/ Pasto, al fin, hoy tuyo hecho/, ¿cuál dará mayor asombro/, el traerte Yo en el hombro/ o el traerme tú en el pecho?/ Prenda son de amor estrecho que aun/ los más ciegos las ven».
 
Es el amor divino que se encarna y viene a nuestro encuentro. El buen Pastor nos lleva sobre sus hombros, como a la oveja perdida. El buen Pastor se abaja para vivir en nuestro pecho.
 
Jesús vino a vivir entre los hombres y nos enseñó la caricia del amor de Dios. Vino a compartir nuestra vida, nuestros sueños. Percibió, tocándola, la hondura de nuestra alma. Se conmovió ante nuestro dolor. Abrazó nuestra impotencia. Sintió nuestras lágrimas y se alegró con nuestras risas.
 
Se hizo amor encarnado acariciando nuestra carne. Se dejó llevar a la cruz y allí su amor se hizo sangre, agua, fuente de vida. Se rompió y no pudimos curarlo, ni salvarlo. Su muerte nos dio la vida. Paradoja. Su caridad se rompió sobre el mundo y el mundo no la reconocía. Y se quiso quedar en ese pan partido que nos habla de un amor inmenso.
 
Cristo es la caridad que los hombres pudieron un día tocar por los caminos. Es la caridad que recibimos en el pan y en el vino para poder Él seguir tocándonos. Es el amor que toca, que se dona, que abraza, que muere. Cristo es caridad y sus sentimientos tienen que ver con la donación de ese amor.
 
Miramos el corazón de Cristo, el corazón inmaculado de María. Miramos sus corazones unidos en una misma sangre. En esos corazones reinan los sentimientos propios de Dios.
 
Allí hay misericordia, generosidad, humildad, mansedumbre, diligencia, sencillez, fortaleza, alegría, paz, paciencia. Son todos esos sentimientos que anhelamos y no poseemos.
 
Nos dice el Padre José Kentenich: «Revistámonos de Cristo no sólo en lo que atañe a nuestro ser sino también a nuestro sentir. San Pablo nos invita a tener los mismos sentimientos que Cristo (Flp 2, 5). Porque del corazón brotan todas las cosas»[3].
 
Miramos a los santos. Ellos reflejan ese amor en su forma de vivir y amar y nos gustaría parecernos a ellos.
 
El amor de Cristo es caridad que se queda en el pan y se hace visible en los que comen el mismo pan. Su caridad es donación constante. Es un amor que se parte y regala. Un amor que ensalza, que no tiene envidia, no se engríe, no se queja, construye, no critica, no juzga, abraza y acoge.
 
Es un amor que enaltece y respeta, aguarda paciente y ama en silencio. Es un amor que sabe de la renuncia y del sacrificio. Que espera con paciencia, que mira con pureza.
 
Es un amor que sabe ver lo bueno de todo y respeta los tiempos de Dios.

Es un corazón que sabe oír los susurros de Dios y llevarlos a la vida. Un amor que no se desentiende del que sufre, sufre con él y lo acompaña.
 
Es un amor que no deja de crecer, porque el corazón se hace más grande cuando ama más.
 
Jesús no se va. Nos conoce. Sabe que necesitamos mirar y tocar. Que no nos vale con esperar a la otra vida para estar con Él. Se queda para que podamos estar a su lado. Cumple su promesa de estar todos los días, hasta el fin del mundo, con nosotros.
 
El Dios que se ha hecho hombre para estar cerca de mí, que ha muerto por mí por un amor sin medida en una cruz, se queda a mi lado, viene a mí.
 
Dios se encarna, muere, se parte, se queda, viene a nosotros. Nos arrodillamos ante Dios y le adoramos desde nuestro pequeño corazón. El amor más grande escondido en lo más pequeño, en un pan, y más todavía, escondido en mi corazón cuando comulgo. En ese momento, mi corazón es Belén, pobre, sencillo, pequeño. Y para Jesús, es el mejor lugar.
 
Cada día, en la Eucaristía, Jesús se pone ante nosotros. Es el mayor milagro. Y a veces buscamos otros. Escondido, sencillo, por manos de un sacerdote, invisible a los ojos humanos, sólo abierto a los ojos de la fe, como lo más grande de la vida.
 
Jesús de nuevo se pone ante mí en la última cena. En el pan y en el vino. Su cuerpo y su sangre. De nuevo, se repite su amor de esa noche, su amor inmenso.
 
Escuchamos, decimos, las mismas palabras. Somos Cristo. Recibimos a Cristo. Nos lo dice a cada uno: « ¡Cuánto he deseado comer esta Pascua con vosotros! Estoy ante ti. Tú no estabas esa noche. Ahora estamos tú y Yo».
 
De nuevo, su amor sin medida, el amor hasta el extremo. El Dios que camina conmigo, que aparece en mi vida e irrumpe. El que me acompaña a lo largo de mi día, me invita a comer con Él. Ese pan que es Jesús, se parte delante de nosotros.
 
Se repite en unos minutos, cada día, el misterio de Jesús. Y esta vez estoy yo con Él. En cada Eucaristía se repite la noche del jueves santo, Getsemaní en la entrega al Padre cuando la ofrenda se eleva al cielo, el viernes santo en la cruz cuando el pan se rompe, la espera de María en el sábado en el silencio de nuestra oración, la resurrección del domingo cuando lo recibo en mi corazón.
 
Siempre se repite, siempre es nuevo, único, santo. Somos salvados de nuevo, amados como si fuera la primera vez. Fue la última cena, es nuestra cena diaria.
 
La cruz en que se parte por mí, esa madera fría, se reviste de vida. Su sangre se derrama por mí. Dios se dona del todo, no se guarda como hacemos nosotros. No, lo pierde todo porque no puede negarse a sí mismo. Es amor. En ese pan roto está la herida de su costado abierto.
 
Sus manos traspasadas son ese pan roto que recibo. Sus pies cansados son esa paz que me da su presencia. Jesús abre los brazos en la cruz para recibirme. Y, tal como amó al Buen ladrón, me ama a mí y me promete la vida a su lado.
 
Como sacerdote soy Cristo que levanta a Cristo roto, y yo mismo soy Cristo roto. Levanto en mis manos, que son sus manos, su cuerpo que es pan de vida.
 
Me arrodillo con María a los pies de su cruz, conmovido, herido. Ella, como a Juan, me sostiene, me abraza, me acompaña, me levanta. Yo me conmuevo.
 
Y le pido que nunca deje de conmoverme al mirarle a Él, al dejarme mirar por Él. Entonces sus palabras de amor, de perdón, de abrazo, son mis propias palabras.
 
Me sorprendo. Las pronuncio yo, me las dice Él. Me espera y le espero. Es Él, soy yo. Me ha esperado desde siempre. Lo hace de nuevo en cada Eucaristía. Yo también le espero.
 
Dios vuelve a caminar a mi lado, a encarnarse y hacerse a mi medida, vuelve a partirse en la cruz, entre mis manos. Yo sostengo sin palabras el pan finito, su Cuerpo infinito. Él roto, yo roto. Él vivo y yo vivo, porque vuelve a resucitar entre mis manos.
 
Y no alcanzo a comprenderlo. Y callo porque viene a mi corazón. Ahí, puedo adorarlo. Lo miro, me mira. Espero, me espera. Y su presencia sana mis propias heridas.

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