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​Ponles nombre a tus miedos… y ríete

Niño asustado

© ODiN / Flickr / CC

Carlos Padilla Esteban - publicado el 26/04/14

A perder, a que me fallen, al olvido, a la vida, al ridículo, al fracaso, a envejecer, a estar enfermo, a la noche, al qué dirán, a la pobreza, a la violencia,…

La Pascua es el amor de Cristo resucitado que irrumpe en nuestra vida pequeña y mezquina y la salva; la hace grande, libre, inmensa por obra de su misericordia.

Al no experimentar a diario la gratuidad de Dios, estamos acostumbrados a que nuestra compañía constante en el camino sea el miedo.

El Cenáculo, en el que están encerrados los discípulos de Cristo, nos recuerda a nuestra propia vida. Ellos tenían miedo: «Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos». Miedo a la muerte, miedo a sufrir la cruz como el Maestro, miedo al dolor, al abandono. Miedo a la persecución y al martirio.

El miedo forma parte del alma, de nuestra historia, del amor que entregamos y recibimos. Caminamos con miedo tantas veces. Temiendo dar y no recibir, temiendo comprometernos demasiado, temiendo perder lo que hoy tenemos.

El miedo se pega a los huesos, se esconde en lugares insospechados, cobra vida cuando menos lo esperamos, sale a la luz y nos sorprende. Es ese miedo a perder, a no poseer, a no alcanzar. El miedo a dejar de ser como somos, a que otros nos fallen, al olvido, al futuro incierto.

El miedo a la vida con sus desafíos. El miedo al ridículo, al fracaso, al amor mismo. El miedo a envejecer, a perder facultades, a estar enfermos. El miedo a la noche, a la oscuridad del alma, al frío que hiela los huesos. El miedo a no poder vivir como ahora vivimos, o a no vivir como hemos soñado siempre, a no tener la vida que habíamos planificado.

El miedo al escándalo, al qué dirán, a las masas que tanto opinan y piensan. Tenemos miedo de lo que los otros piensan de nosotros, de la imagen que se han construido. El miedo a la soledad, a la pobreza, a los gritos, a la violencia.

Miedos camuflados en el alma, miedos no reconocidos, sin nombre. Sí, tenemos muchos miedos. A veces les ponemos nombre y eso nos sana, nos libera, nos hace madurar.

¿Cuál es el nombre de nuestros miedos? Hoy he decidido ponerle nombre a los míos. Y luego reírme un poco de ellos, desenmascararlos, entregárselos a Dios. Porque sólo así es posible caminar.

Una persona rezaba: «Creo que lo que más me duele es ver mi propia impotencia ante el miedo que me da la cruz. Me veo también pidiendo a Dios que aparte de mí este cáliz, que elimine el dolor en mí, que no me ponga en frente ese dolor que yo no puedo remediar. Ya intuyo que la cruz pone de manifiesto la propia impotencia y, antes de que me ponga nerviosa por ella, quiere mi abandono».

El miedo siempre nos acompaña. Súbitamente asusta no ser capaz de beber el cáliz que me toque beber. Leo la lista que he escrito. De repente no asusta tanto. Hay muchos miedos. A lo mejor más de los que uno esperaba cuando se pone a escribirlos.

Sin embargo, sobre el papel blanco han perdido su fuerza, ya no asustan. Libera mucho entregarlos, ponerlos en manos de Dios, dárselos a María.

Nunca dejaremos de tener miedos, es inevitable, forma parte de nuestra limitación humana, de nuestro caminar confiados de la mano de Dios. Somos hombres sujetos a esta vida llena de incertidumbre.

Pero sí podemos entregarle a Dios nuestro cáliz y pedirle a María que lo sostenga a nuestro lado cuando a nosotros nos falten las fuerzas. Entregar nuestros miedos nos libera, nos da paz, mantiene en el alma la sonrisa. 

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