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Avión de Malasia desaparecido: entre el estupor y la confianza

Malaysia Boeing 777 – es

Wikimedia

Malaysia Boeing 777

Philippe Oswald - publicado el 10/03/14

El misterio del vuelo MH370 adquiere una resonancia especial cuando uno mismo voló esa noche desde el mismo aeropuerto de Kuala Lumpur

Estábamos volando a París, vía Doha, mi mujer y yo, la noche del viernes al sábado pasado, cuando un Boeing de Malaysia Airways con destino a Pekín desapareció de las pantallas de los radares; también había despegado desde la capital malasia, Kuala Lumpur, tres horas después de nosotros. Al conocer la noticia a nuestra llegada a París, me embargó un sentimiento particular.

No sólo el que todos sienten ante el anuncio de una catástrofe, ocurrida lejos y sin más vínculo que el de la solidaridad humana que nos conecta a las víctimas. Esta vez, las 239 personas a bordo de este avión (227 pasajeros y 12 miembros de la tripulación) habían salido del mismo aeropuerto la misma noche que nosotros.

Habían realizado los mismos gestos, se habían doblado a las mismas formalidades, llevando con ellas las imágenes, los olores y los ruidos de este vasto y luminoso aeropuerto ultramoderno en el que todo está hecho para crear una atmósfera de serenidad y de paz. Quizás incluso nos habíamos cruzado poco antes de embarcar con los primeros viajeros que llegaban al aeropuerto para este vuelo fatídico.

Hombres, mujeres, familias, niños, de una docena de nacionalidades, entre ellos una francesa, sus hijos y una amiga de ellos, y una compañera china de uno de nuestros hijos. Víctimas de un accidente o quizás de terroristas, como podría indicarlo el hecho de que dos pasajeros embarcaran con una falsa identidad gracias a pasaportes robados. Y la compasión se carga aquí de indignación… y de un estremecimiento retrospectivo. ¿Cómo es posible que pasaportes señalados como perdidos o robados desde hace mucho tiempo puedan evadir los controles?

Los aeropuertos son los cruces de la aldea global contemporánea. Se mezclan en unas horas muestras, si no de toda la humanidad –porque la masa de pobres está excluida de ellos-, de originarios de los cinco continentes, con todas las maneras de comportarse de sus países o de su función, o incluso de sus lugares de destino y de su estación. Cada uno lleva su ropa y sus accesorios, y entrega su identidad o su proyecto para los días siguientes, todo ello marcado por ese punto de excitación o incluso de ansiedad que suscitan inevitablemente el horario, los equipajes por facturar, las cartas de embarque, y las tarjetas de crédito sin las que el viajero se convierte en un náufrago y fácilmente en sospechoso.

El medio de transporte en sí, aunque banalizado, continúa provocando ansiedad a muchas más personas del mundo de lo que parece: la mayor parte se empeña en presentar una cara serena o indiferente a la gran ballena de hierro que se los va a tragar antes de elevarse del suelo con un gran rugido por la violencia del esfuerzo. Por encima de esto, el espectro de un atentado, desde hace cuatro décadas, ha aumentado en gran medida la tensión. La multiplicación y la sofisticación de las solicitadas tiendas de los aeropuertos y los vídeos divertidos propuestos a cada pasajero en su asiento responden más mal que bien a esta angustia difusa.

Pero hay otra manera secreta de enfrentarla: la oración confiada, oración de intercesión, y oración de compasión cuando la tragedia sale a escena. Estamos en las manos de Dios en cada instante de nuestra vida, pero estos momentos tan particulares en los que nos sentimos más especialmente vulnerables se pueden tomar como una invitación a abandonarnos en su providencia. No en un reflejo de puro egoísta agarrándose a su propia pequeña persona, sino en un acto de ofrenda de nosotros mismos y de todos nuestros compañeros por unos instantes o unas horas.

Benditos sean los aeropuertos y los aviones si sirven para nuestra conversión, es decir, para “dejar que Dios nos transforme, parar de pensar que somos los únicos artífices de nuestra existencia, reconocer que somos criaturas, que dependemos de Dios, de su Amor…” (Benedicto XVI). 

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