Entregarla, hacer la voluntad de Dios: ¡vívelo! ¡anúncialo!
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Nuestra vida consiste en anunciar de forma convincente a Cristo. Porque el mundo hoy busca certezas, espera coherencia, quiere testimonios auténticos. Nos necesita a nosotros.
Escribía Lope de Vega en un conocido soneto: « ¿Qué tengo yo que mi amistad procuras? ¿Qué interés se te sigue, Jesús mío, que a mi puerta, cubierto de rocío, pasas las noches del invierno oscuras? ¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras, pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío si de mi ingratitud el yelo frío secó las llagas de tus plantas puras! ¡Cuántas veces el ángel me decía: -Alma, asómate agora a la ventana, verás con cuánto amor llamar porfía! ¡Y cuántas, hermosura soberana: Mañana le abriremos- respondía-, para lo mismo responder mañana!».
Jesús viene a buscarnos, permanece a nuestra puerta, nos llama. Nosotros con frecuencia le dejamos esperando. Este domingo hemos repetido en el salmo: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad. Dios mío, lo quiero, y llevo tu ley en las entrañas». Sal 39, 2.
Sabemos que nos necesita el Señor para ser sus instrumentos. Decía el Padre José Kentenich: «La nobleza del ser humano reside en la libertad que se entrega siempre, por libre elección y voluntad, a los deseos del Amor Eterno, incluso a los mínimos. Y reside en su colaboración en la obra de redención del Amor Eterno, por libre elección y voluntad».
Libre colaboración. María nos enseña el camino. Ella nos serena en nuestras preguntas. El lema que marca y define nuestra alianza con María es nada sin ti, nada sin nosotros.
Decía el Padre Kentenich: «Ciertamente Dios está detrás de todo, pero nosotros debemos hacer nuestra parte»[1]. Nuestra parte. Sí, Dios pone la suya y nosotros la nuestra. Hacer su voluntad para que nuestra vida tenga sentido pleno. Hacer que nuestra vida se asemeje a la de Cristo.
Decía el Papa Francisco en la Exhortación apostólica: «La salvación que Dios nos ofrece es obra de su misericordia. No hay acciones humanas, por más buenas que sean, que nos hagan merecer un don tan grande. Dios, por pura gracia, nos atrae para unirnos a sí».
Pero, aún así, Dios necesita nuestras obras. Nuestro sí pronunciado con humildad, nuestra entrega continua y pacífica. No nos salvamos a golpe de voluntad. Dios nos levanta con su gracia, con ese amor suyo que nos eleva y salva.
Necesita que nos pongamos a su servicio. Sabiendo que a lo mejor nuestro servicio no es el más importante. Pero sí es único. No es el más vistoso, el que todos pueden reconocer.
Tal vez, como Juan, tendremos la única misión de señalar a Cristo en medio de los hombres. Allí donde muchos no esperan encontrarlo. Nuestra vida habrá merecido la pena cuando la entreguemos donde nos coloca para ser fecundos.
Es el misterio de esos planes de Dios que no comprendemos del todo. No importa. Sólo quiere Dios que seamos fieles como Juan a esa voz del Espíritu que nos habla del amor que Dios nos tiene.