El actor, uno de los más carismáticos del cine, concluyó su “mejor filme” dos años antes de morir de cáncer
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La vida da para excesos, bajezas, mezquindades, compromisos y heroicidades cotidianas. En la del tipo espigado de ojos honestos, mirada diáfana y desgarbados andares aristócratas, también.
Gary Cooper fue un mujeriego empedernido, adorado por muchas mujeres que se hubieran casado con él, pero también un ser humano deseoso de una vida más plena que aquellas enamoradas no podían saciar, identificado -sin caer en la cuenta- con san Agustín y el resto de la estirpe humana en no conformarse con menos del Infinito.
En 1959, tras varios años de reflexión personal ingresaba en la Iglesia católica. Sólo dos años más tarde moría a causa de un cáncer de próstata, pocos días después de cumplir 60 años, uno de los actores más carismáticos del cine.
Coop, que así le llamaba en Hollywood, pero cuyo nombre era Frank James Cooper había nacido en Montana el 7 de mayo en 1901 de unos inmigrantes ingleses afincados en Estados Unidos.
Por un accidente de pequeño en la cadera, le aplicaron la terapia de que montara a caballo, cuestión al alcance de sus padres, pues poseían un rancho inmenso.
Llegó a ser tan connatural a Cooper esa actividad que asemejaba a un centauro cuando, posteriormente, le vimos en cantidad de “westerns”.
Aquella casaca de flecos
Fue a estudiar a Inglaterra, por indicación de sus padres: Charles y Alice. El primero fue miembro del Tribunal Supremo de Montana, mientras que a su madre los médicos la aconsejaron que no tuviera más descendencia tras dar a luz al primerizo Arthur. Deseosa de una niña, hizo oídos sordos y tuvieron a Frank James.
Tras volver de Inglaterra comenzó a trabajar de dibujante en varias publicaciones. Posteriormente, decidió probar en el cine y consiguió distintos papeles en películas del Oeste dada su destreza en la montura.
Su personalidad carismática y la atracción que despertaba en las féminas le catapultó en los años treinta a ser uno de los actores más cotizados para la industria.
En 1931, rueda Adiós a las armas, Tres lanceros bengalíes (1935) y Beau Geste (1939). Dos años más tarde consigue su primer Oscar con El sargento York. En 1952, con Solo ante el peligro, logró su segunda estatuilla.
Tengo un recuerdo imborrable de mi infancia cuando Gary Cooper, en la piel del capitán Quincy Wyatt, buceaba, cuchillo en boca, para enfrentarse con el jefe indio seminola en Tambores lejanos (1951).
La vi varias veces en aquellos cines de Madrid de sesión continúa que no paraban nunca. Hasta muy tarde, siempre añoré embutirme en aquella casaca de flecos que llevaba Coop en aquella fantástica película dirigida por Raoul Walsh, de la que luego me enteré que había sido rodada en los pantanos de Florida.
Encuentro con el Papa
A mitad de los 50 comenzó a asistir a Misa con su mujer y su hija, ambas católicas, e irían los tres a Roma para encontrarse con Pío XII.
Posteriormente, su hija Mary narró aquellos momentos en un libro que escribió sobre su padre, donde aludió a la anécdota de cómo Coop quiso arrodillarse para besarle la mano al Papa y perdió el equilibrio, al tiempo que se le caían los rosarios y medallas que llevaba.
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Según su hija, no hablaba mucho sobre su hipotética conversión y siempre ponía “la excusa de que las acompañaba porque deseaba oír los fantásticos sermones del padre Harold Ford”.
Entre el actor y el cura surgió una buena amistad, ya que vio en éste un clérigo que “no le sermoneó con el azufre y el fuego del infierno –escribe Mary en su libro y que ha recogido posteriormente el profesor Alfonso Méndiz en su blog- sino que supo hacerse amigo suyo. (…). Mi madre le invitó un día a merendar para que pudiera charlar con mi padre. Y, nada más entrar en la sala de armas, se ganó a mi padre manifestando un gran deseo de practicar la caza y la pesca. En los meses siguientes fue su compañero inseparable en el buceo, la caza y todo tipo de excursiones”.
En aquellas actividades, el padre Ford y Coop estrechaban su amistad y compartían sus respectivas visiones de la vida, dialogaban sobre la fe católica y sobre las cuestiones que ésta suscitaba en el astro de Hollywood.
Su empujón definitivo fue al concluir de leer La montaña de los siete círculos, biografía del monje Thomas Merton donde narra su conversión.
En mayo de 1959, Coop recibió el bautismo en la Iglesia católica. Su padrino sería su amigo y también converso Shirley Burden.
La enfermedad de un hombre feliz
A escasas semanas de su “nueva vida”, Gary Cooper tuvo los primeros síntomas del cáncer. Con él recorrería el último tramo de su vida, en el que no dejó de trabajar: en 1959, El árbol del ahorcado, Misterios en el barco perdido (1960) y Sombras de sospecha (1961).
La Academia reconoció su trabajo de más de 100 filmes en 35 años de trabajo y le significó con el Oscar a toda su carrera.
Fue un 17 de abril cuando otro grande del celuloide, James Stewart, se encargó de recoger en su nombre la estatuilla de Coop y desveló al mundo la grave enfermedad del actor. La reina Isabel II le envió un telegrama y el presidente Kennedy le telefoneó.
Frank James Cooper moría el 13 de mayo de 1961, pocos días después de cumplir sesenta años, y fue enterrado en un cementerio católico.
La conversión de aquel honrado Juan Nadie sigue pasando inadvertida para muchos biógrafos ocasionales.
Prefieren incidir en los lados oscuros del actor, como alguien conservador, ocasionalmente masón, apasionado por las armas, delator en algún episodio de la “Caza de Brujas” o amante compulsivo, del que hablaban siempre bien las mujeres que pasaron por su vida.
Es posible que muchos de los que no citan su conversión, lo hagan porque creen que lo hizo por miedo a la muerte, se escandalizan de la debilidad humana o, escépticos, no caen en la cuenta del potente anhelo de plenitud que ha anidado o anida en cada uno de nosotros, en convivencia estrecha con incoherencias y bajezas.
Para Gary esa fase moralista llegaba a su fin y unas semanas antes de morir le decía a su amigo Ernest Hemingway, en alusión a hacerse católico: “Tú sabes que tomé la decisión correcta”.
Según reconoció después el escritor, nunca olvidaría aquella conversación con aquel moribundo tumbado en la cama, que le había parecido la persona más feliz de la tierra.