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Los mercados y Bárcenas. ¿Quién me ha robado el mes de abril?

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César Nebot - publicado el 19/07/13

Es mentira que no existan responsabilidades personales por lo que ha pasado en España

Antonio, nuestro humilde reponedor de supermercado del artículo anterior, lee las noticias café en mano en su tiempo de descanso de una jornada agotadora. Las noticias sobre Luis Bárcenas, el ex tesorero del Partido Popular, partido que gobierna España con mayoría absoluta, de sus cuentas en Suiza, de sobres con grandes cantidades de dinero negro para sus dirigentes, del cruce de chantajes y acusaciones  le recuerdan el guión de una típica película de la Mafia Siciliana. Cada día siente más hartazgo. Creyó de forma cándida que estos políticos podían, tal como prometieron, sacar a España de la crisis y devolverla a época de vacas gordas. Se habían erigido como ejemplo de disciplina presupuestaria y seriedad pero al cabo era todo un escenario cartón piedra. “Sólo piensan en su bolsillo” dice para sus adentros…mira su reloj. Debe continuar con su trabajo.  Paga su café y se encamina meditabundo hacia el almacén.

No sólo siente hartazgo. Descubre también algo de envidia. “Claro, si me hubieran pasado un sobre por delante o hubiera podido sacar dinero del país yo habría  hecho lo mismo” musita casi en un tono de disculpa pensando en la cantidad de millones que se han movido. Mucho dinero, al fin y al cabo lo de siempre, dinero.

Mientras observa la cantidad de palés que debe descargar, recuerda cómo ha llegado a su situación actual. En un viejo aparato de radio la voz quebrada de Sabina entona  “¿Quién me ha robado el mes de abril?”.

Era estudiante de instituto cuando, un verano en el que debía estudiar un par de asignaturas suspendidas para septiembre, le convencieron para ganar unos euros echando una mano en la construcción. Era la época del boom inmobiliario en España. En agosto, entró en plantilla. Estaba cobrando más que su padre, un honrado celador de un centro hospitalario que no acababa de entender las decisiones de su hijo. Antonio vio una forma de ganarse la vida. La construcción le estaba dando una oportunidad que ni su padre había soñado. En septiembre, ni se presentó a los exámenes. Aunque había prometido a sus padres que no se dejaría los estudios, el ritmo de construcción le demandaba cada vez más horas. En Noviembre, había decidido dejarse los estudios. Las expectativas eran tan buenas que se hipotecó para comprar una casa y un buen coche. Como los precios subían un 17% anual, pagar un 5% de intereses era una ganga. No hipotecarse para comprar la vivienda era absurdo. Si no lo hacía ese año, en el siguiente le iba a costar endeudarse un 17% más. Además, el director de la Caja le aseguraba que el precio de las viviendas no iba a bajar jamás porque era un activo seguro. Que si decidía venderla podría pagar la hipoteca y encima ganar dinero.

Antonio, toma aire y cierra los ojos recordando mientras apila latas de tomate en conserva en una obra casi faraónica. “…lo guardaba en un cajón…donde guardo el corazón” Se desgañita Sabina.

Al cabo de dos años, se casaba con su novia de toda la vida. A los veinticuatro años tenía  una familia con tres hijos, vivía feliz con toda una vida por delante. Pero su sueño se truncó cuando las obras comenzaron a pararse. Había oído hablar desde el 2003 que había una burbuja y que cuando estallara todo tenía que venirse abajo como un castillo de naipes pero no se lo acababa de creer.  Un mes dejaron de pagarle en un par de obras. El siguiente mes otra obra se había parado y las vallas cerradas anunciaban el cierre de la constructora. Poco a poco, se fue quedando sin trabajo. Sus ingresos cayeron pero sus deudas no. Las chapuzas que podía hacer al cabo del mes no le llegaban para nada. Lo poco ahorrado se agotó el cuarto mes de estar en paro. El nuevo director de la Caja le había requerido en un par de ocasiones que regularizase su situación. ¿Regularizar? ¡Será posible! A principios del 2012, le acabaron por embargar la vivienda. Como el precio de su vivienda había sido tasado, ¡ojo! por la tasadora del Banco,  un 40% por debajo del precio de adquisición, no era suficiente como garantía hipotecaria. No sólo se quedaban sin casa sino también con una deuda que no sabían cómo pagar. Él, su mujer y sus tres pequeños tuvieron que mudarse a casa de su padre, el celador que con tristeza veía cómo le estaban recortando el sueldo en el hospital.

Antonio no paró de buscar trabajo. Pensó que era broma cuando, en los medios de comunicación, el Gobierno denunciaba a los parados por no buscar trabajo de forma más intensa y les recortaba la prestación por desempleo como incentivo.  Antonio, que en la época de auge había cobrado en negro porque las constructoras no pagaban de otra manera, había cotizado muy poco. Así que su prestación era mínima y estaba cercana a agotarse. Ahora se la recortaban por su bien, ese Gobierno que ahora estaba bajo la sospecha de sobres y sobresueldos millonarios. 

Él, con la preocupación constante por sus hijos, buscaba intensamente trabajo pero su baja formación era un gran obstáculo. Hacía todos los cursillos del Servicio de Empleo Público pero nada acababa en una contratación. Se sentía en un callejón sin salida y se lamentaba. Se sintió estafado y atónito cuando los impuestos que pagaba sirvieron para ayudar al sistema bancario que le había embargado la casa en la que sus hijos habían gateado. En dos ocasiones había llegado a pensar en la funesta idea de quitarse de en medio como tantos otros habían hecho ante notificaciones de ejecución de desahucio.  El rostro de sus hijos siempre le retornaba a la lucha por la vida.   

¿Había hecho bien en dejar de estudiar? Seguro que no,  pero a menudo pensaba en Sergio, su amigo de la infancia. Un tipo listo y estudioso que tras muchos sacrificios personales para dedicarse a la investigación se había tenido que ir a Alemania con un minijob a mal vivir. Por supuesto, Sergio ni se podía plantear el lujo de  formar una familia…al menos él tenía su mujer y sus hijos.

Un día, por pura casualidad, supo de un supermercado que necesitaba reponedores a tiempo parcial, aunque al final echaba la jornada entera era lo que había. Era mejor ganar poco, un sueldo miserable, que nada. Ahora cada noche que vuelve a casa de su padre, besa con lágrimas a sus hijos dormidos y acurrucados en el mismo colchón pensando en qué futuro les espera.

Antonio cierra los ojos, respira hondo, aprieta los dientes con rabia y sigue con las latas de tomate mientras se pregunta a la luz de las noticias actuales quien ha vivido por encima de sus posibilidades, mantra que el Gobierno repitió hasta la saciedad para repartir culpas entre la población. “¿Cómo pudo sucederme a mí?…” va acabando la canción.

En el artículo anterior, reclamaba una visión ética, pues el mercado como instrumento de asignación no nos puede servir de excusa para anestesiar nuestra conciencia ante las consecuencias de nuestra actividad económica.

Ante el relato de la realidad de Antonio, caben las preguntas de si tomó decisiones racionales en el ámbito de lo económico y de si la responsabilidad de su situación es enteramente suya. En primer lugar, cuando el mercado señalizaba una alta retribución para la mano de obra poco cualificada, tomó una decisión racional. El coste de oportunidad del tiempo de formación era demasiado alto, lo racional era sustituirlo y, por lo tanto, trabajar en la construcción.

En segundo lugar, aunque se cuestiona la racionalidad a largo plazo de las burbujas especulativas, lo cierto es que el juego de expectativas es tal que no participar en ellas se constituye como lo no racional económicamente. Este fenómeno es el que permite que las burbujas se generen y tengan cierta duración en el tiempo. Cuando un activo tiene una rentabilidad esperada por encima del mercado simplemente es racional comprarlo para venderlo en un futuro. En consecuencia, parece que la actuación de Antonio no se puede juzgar de irracional desde el punto de vista económico. ¿Y la responsabilidad?

Cuando noticias como la del ex tesorero del Partido Popular copan las portadas, la reflexión social suele quedarse en el limbo de los millones de euros que se han manejado pero no en la responsabilidad de estas actuaciones. Casi, desde la misma mirada de disculpa de Antonio, se suele observar desde el “yo habría hecho lo mismo”.

La cuestión principal es que si bien en un principio los mercados retribuyen a los factores de producción en virtud de su productividad, cuando los mercados no funcionan bajo condiciones perfectas puede suceder que un individuo obtenga una retribución superior a su productividad  siempre que exista otro que perciba una retribución inferior a su propia productividad. 

Es decir que la cantidad ingente de millones que han retribuido a políticos y personajes de productividad cercana a cero, e incluso negativa, provienen de alguna forma de muchos trabajadores con alta productividad que se han tenido que endeudar. La línea de responsabilidad directa se desdibuja porque el mercado ofrece un grueso telón de anonimato, pero eso no quiere decir que no exista.

Cuando un constructor pedía financiación para una obra, las entidades financieras le otorgaban créditos por encima de lo que solicitaba bajo el beneplácito del Consejo de Administración. De esa manera, los precios de las viviendas subían y las hipotecas a subrogar eran de mayor cuantía. A su vez, las Cajas mantenían cargos políticos en sus Consejos de Administración que aprobaban grandes créditos bajo criterios no técnicos. Los políticos protegieron a lo financiero y lo financiero a los políticos. Las indemnizaciones millonarias de los consejeros cesados llegaron a ser escandalosas.

Por otra parte, grandes empresas y constructoras, según las declaraciones de Bárcenas al juez, hacían donaciones  a cambio de favores en la adjudicación de obra pública. Claro está que el dinero aportado se recuperaría posteriormente de las arcas del Estado en el presupuesto de la obra. Una forma de desviar dinero del erario público a manos privadas. Dinero de los impuestos de cada contribuyente. Al final, pobres de a pie creyéndose ricos se han endeudado tanto en deuda pública como privada para que ricos de grandes oligarquías se enriquezcan más tras el grueso telón del mercado que les otorga impunidad.

Es por esto que no deberíamos hablar simplemente de dinero, de los 55 millones de euros en varias cuentas en Suiza de Luis Bárcenas o los 8,3 millones de euros de financiación ilegal del Partido del Popular según los papeles que Bárcenas presentó al juez Ruz. Deberíamos traducir ese dinero en una dimensión social: en cuántas personas están endeudadas de por vida para que estos señores hayan vivido por encima de sus posibilidades; en cuantos desahucios se han ejecutados para que haya tanto dinero desviado en Suiza; en cuantas personas se suicidado ante la falta de esperanza que les ha azotado en esta crisis para que otros naveguen en la opulencia; en cuántos puestos de trabajo destruidos porque la financiación no ha llegado a las empresas porque se prefería especular mientras las Cajas jugaban al tú la llevas con los activos tóxicos.

Si no somos conscientes de la responsabilidad más allá del anonimato del mercado, sólo podremos observar la penuria social actual como desgracias aleatorias o consecuencias de actuaciones individuales. A lo sumo, nos debatiremos entre el hartazgo y la envidia que nuestro buen Antonio sentía y nos quedaremos a las puertas de exigir en justicia la responsabilidad de tanta iniquidad. Mientras, resonará en nuestros oídos la voz rota de Sabina entonando lánguidamente “¿Quién me ha robado el mes de abril?” 

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