Muchos aplaudieron el gesto de la alcaldesa Margarita Arellanes Cervantes de entregar a Jesucristo la ciudad que gobierna y de reconocerlo como la “máxima autoridad” de la segunda ciudad más importante del país y, quizá, una de las de mayor productividad de América Latina: Monterrey, en el Estado mexicano de Nuevo León, fronterizo con Texas.
Otros presidentes municipales del país han realizado actos similares. Por ejemplo, el de Guadalupe, municipio conurbado a Monterrey, y el de Juárez (municipalidad que lleva el apellido del principal opositor de la Iglesia católica, Benito Juárez, quien en 1857 publicó las célebres Leyes de Reforma, con las que se amortizaban los bienes de la Iglesia, y se restringía, casi a cero, la posibilidad de tener presencia del catolicismo en la vida pública; leyes que motivaron la “guerra de Reforma”de 1858 a 1861) en el estado de Nuevo León.
También –en fecha reciente– le entregó a Jesucristo “las llaves de la ciudad” el alcalde de Ensenada, en Baja California, en una actitud inusual y que puede rayar en aquello de lo que nos prevenía Benedicto XVI: “la instrumentalización” de la fe.
La situación de violencia e inseguridad que vive el país motiva que algunos alcaldes se confíen a la Providencia divina. Más, para su desgracia, la Providencia trabaja sí y sólo sí existe una conversión personal, un encuentro con Jesucristo y un testimonio de vida que haga que ese encuentro sea creíble para los demás.
Ignoro si los alcaldes citados son un modelo de vida cristiana. Lo que me parece muy peligroso es que se invoque a Cristo cuando se le ha echado fuera, sistemáticamente, de la vida pública. A Él, a su Padre, a la Iglesia, a sus sacerdotes, a sus fieles laicos. El artículo 130 de la Constitución Mexicana sigue –no obstante su reforma en 1992 y su ley reglamentaria—impidiendo el ejercicio pleno de la libertad religiosa en público y en privado, tal y como lo acepta el artículo 18 de la declaración Universal de los Derechos del Hombre.
Una ley no escrita –pero practicada con denuedo por los políticos mexicanos—es que todo lo que tenga que ver con la Iglesia católica y con las iglesias en general, es cosa de poca importancia, algo de lo cual burlarse y, en caso extremo, enojarse porque, segurito, quiere volver a mangonear la historia, como lo hizo –dicen ellos—durante los 300 años de la dominación española en México. El fantasma del régimen colonial –en su vertiente negativa—es una verdad de a kilo entre los políticos mexicanos, de todas las denominaciones y de todos los partidos, incluyendo a los de “derecha”.
Desde Plutarco Elías Calles –quien propició la guerra cristera (1926 a 1929) hasta los legisladores que introdujeron hace un par de años lo de la república “laica” en el artículo 40 de la Constitución (la república es “representativa, democrática, federalista y laica”); desde la Revolución para acá en México la religión ha sido considerada como una actividad privada, de segundo orden, apestosa a naftalina y, definitivamente, “opuesta a los verdaderos intereses de la nación”. Ahora invocan a Jesús. ¿Quién los entiende?
Hoy celebramos a...