Aquel Viernes Santo, sor Zulema decidió no asistir a la procesión por las calles de la ciudad española de Barbastro porque una de las ancianas del Hogar Padre Saturnino se encontraba muy débil.
Intuía que esa mujer estaba ya al final de su vida, una vida especialmente sacrificada desde que quedó viuda con cuatro hijos pequeños.
La hermanita colocó un sillón junto a su cama. La anciana le pidió que le tomara la mano y le dijo: “Quiero que sepa que Jesús ha estado siempre conmigo y nunca me ha soltado de su mano. Y quiero que me dé la mano porque creo que Jesús me está llamando”.
La religiosa atendió su petición. Estaba muy cansada porque el día anterior había estado rezando ante el Monumento hasta tarde. Así que se quedó dormida con la mano de la señora en la suya. Cuando se despertó, la mujer había fallecido.
“Fue maravilloso -recuerda-. Tomada de mi mano, diciéndome que Jesús había estado siempre con ella, pacificada después de tanto sufrimiento, ya estaba en la eternidad. De mis manos a las manos de Dios. ¡Me quedé con una paz…!”
“Acompañar en ese momento es sencillo pero sublime -explica a Aleteia sor Zulema-. Cuando uno muere, tendríamos que estar de rodillas porque es Dios quien baja a recogerlo”.
Paz en el sufrimiento
Sor Zulema afirma que en los 28 años que lleva como Hermanita de los Ancianos Desamparados, todos los abuelos han tenido una buena muerte. “La muerte es simplemente un traspaso…”, dice citando a un abuelo que cuidó.
La religiosa destaca que ha vivido momentos felices y tristes, que está enamorada de su misión -de su vocación-, y que hoy no puede más que dar gracias a Dios.
Explica que la suya es una vida sencilla que hace realidad las palabras del Evangelio: “Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; estuve en la cárcel, y vinisteis a mí”.
“¡La vida sencilla es la más feliz!”, asegura.
Además, afirma que su propia enfermedad -una artritis reumatoide- le ayuda a sentirse más cerca de las personas mayores. Y que, con ella, no puede hacer grandes cosas pero sí aportar “detalles” para que “estén bien comidos, bien vestidos, a una temperatura agradable…”
“Nuestra arma es el amor”, dice citando al fundador de su congregación, Saturnino López Novoa.
Para ello, encuentra su fuerza “en Dios y en las personas que Él pone en mi camino”: familia, trabajadores, amigos, los mismos ancianos,…
“Ver personas llenas de paz en el sufrimiento me ha ayudado mucho -asegura-. Es distinto una persona que sufre y nadie le echa una mano a otra que sufre y tiene alguien cercano que derrama un aceite en sus heridas, un bálsamo”.
La manera como murieron sus padres siempre ha sido una luz para ella.
Recuerda con cariño los últimos momentos de su padre rodeado de sus numerosos hijos, pacificado, rezando “El Señor es mi pastor, nada me falta” y diciéndoles: “La eternidad es maravillosa, no me retengáis en este mundo”.
Y también la de su madre, con poco más de 60 años, a quien le quitó el miedo a morir y le llenó de esperanza una especie de visión que tuvo en la UCI de sus dos hijos ya fallecidos llevándola a través de un bonito valle.
Amor para servir
“Todos los ancianos vienen después de la larga caminata de su vida, y el samaritano cura sus heridas, no solo físicas sino espirituales”, destaca.
Con palabras de la cofundadora de la congregación, santa Teresa Jornet, dice que se trata de “cuidar los cuerpos para salvar las almas”.
“A través de lo visible -nuestro cuerpo-, vas a lo invisible, acercas a Dios a las personas”, añade.
¿El pago por su servicio? La paz, la confianza, la alegría y la libertad. “Cada día me duermo dando gracias, sin ninguna carga sobre mí a pesar de mis errores -explica-; es el don de la paz y el gozo de servir”.