—Tuve una infancia y primera juventud de vejaciones y violencia en mi familia de origen que me dejaron con daños que he superado con dificultades y… echando a perder. —Contaba en consulta un joven señor en mediación familiar.
Quien será mi ex esposa no supo comprenderlo, y, peor aún, sumó sus propios defectos, así que no me siento ni tan culpable ni tan responsable —se expresó no muy convencido.
—Dígame, ¿alguien lo obliga a terminar con su matrimonio?
—Por supuesto que no, es mi decisión, aunque eso sí, obligado por las circunstancias.
—Siendo así, lo que menciona sobre su dura experiencia en su familia de origen, ciertamente puede haber afectado en mayor o menor medida a su libertad. Pero como usted mismo reconoce, siempre puede ejercerla, y tomar sus propias decisiones, como ahora al buscar separarse.
—Sí, lo admito.
Es por ello que no debemos descargar sobre nuestro pasado, los demás, o las circunstancias, todo el peso de nuestras decisiones, faltas y errores. Porque de una forma u otra, somos y seremos siempre responsables de nuestros actos.
Para entenderlo, debemos distinguir entre una limitación psicológica y lo que constituye el reducto de nuestra libertad personal. Ahí se encuentran nuestras responsabilidades y culpas, solo de esa manera sanaremos y creceremos.
Instalarse en una actitud contraria sería como declarar clausurada nuestra dignidad y con ella nuestra inteligencia, voluntad y capacidad de amar. En lo personal, pienso que no es ese su caso. Por eso es necesario que sea clara hablándole del deber ser del matrimonio y el amor conyugal.
—Si, hágalo.
¿Acaso yo no soy responsable?
Muchos que se separan suelen justificarse usando frases como: la distancia nos separó, nuestras incompatibilidades de caracteres, el exceso de trabajo, los problemas económicos, esto y lo otro... Es como si de un tercero o un extraño ajeno a la relación se tratara, y no fuéramos nosotros los únicos responsables de nuestros amores.
Un ejemplo:
Si compramos una casa a crédito, firmamos unos documentos que nos hacen deudores y debemos pagar, con o sin ganas. Si lo pensamos bien, tomamos la decisión de comprar sin saber las dificultades que enfrentaríamos para pagar. Sin embargo, lo hicimos contando con nuestra inteligencia, voluntad y una libertad responsable.
Esta verdad, en una dimensión profundamente humana, aplica en el matrimonio.
Al pactar el matrimonio, consentimos en adquirir un vínculo. Es una deuda de amor a pagar en una relación de justicia, por una entrega plena y total de toda nuestra persona.
Por supuesto que al contraer esa deuda sabíamos que habríamos de enfrentar muchos claroscuros para cumplirla. Claroscuros que atravesaríamos decididos a que el amor no muriera en nuestras manos, sin saber cuándo ni cómo.
Así debe ser, pues la esencia del matrimonio es una unión tal entre varón y mujer, que no se puede disolver, ya que el amor entre personas es un amor espiritual y el espíritu no tiene partes, no se puede deshacer, corromper, separar.
Eso explica que, por la fuerza de nuestro espíritu, somos nosotros los únicos que presidimos sobre todos nuestros dinamismos psicosomáticos para acoger al otro, amándolo, no a pesar de sus defectos, sino incluso con ellos.
El amor familiar más allá de las circunstancias
Por esto, el amor familiar jamás pasa en medio de todo lo que nos pasa.
Luego aun cuando infortunadamente se hayan acuñado el término, no existen las ex esposas, como no existen los ex hijos, ex padres, ex hermanos…
Mi consultante canceló su petición de ayuda de mediación familiar por separación, y se decidió a querer seguir queriendo.
Por Orfa Astorga de Lira
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