Hoy me dicen que no tengo culpa de nada. No soy responsable del mal en el mundo. No puedo cambiar nada porque las cosas son así.
Soy débil y nací roto, no hago el bien que deseo. Todo lo contrario, me dejo tentar y acabo haciendo lo contrario de lo que buscaba.
¡Qué tentador es el mundo, mi mundo! ¡Qué ardua es la batalla por vencer con Dios!
Y además la sequedad, la falta de consolación, de satisfacción. Y la rutina, la desidia, la pereza, el ocio.
Todo ello es el caldo de cultivo que me conduce por los caminos que no quiero recorrer. Necesito ser consciente de mi responsabilidad en estas batallas.
El lado bueno de reconocerse culpable
Por eso resuenan las palabras del padre José Kentenich:
El sentimiento de culpa me lleva a reconocer que no puedo con lo que me he comprometido.
No logro llegar a la meta por la que llevo luchando tanto tiempo. Ni soy capaz de amar como creía que iba a poder. No me mantengo fiel en todas las tentaciones, pensé que era más fuerte.
La culpa me hace más realista. Descubro mi vulnerabilidad. No voy a poder solo, pediré ayuda.
Porque me siento culpable por mi pecado. No hay otros culpables, yo soy el responsable.
Siempre habrá culpa en mí
Miro mi pobreza y veo con claridad que de mí depende. De mi forma de vivir, de mi forma de mirar a los demás.
Descubro en mí lados heridos del corazón. Hay oscuridades en el alma donde no dejo entrar la luz.
¿De qué me sorprendo tanto? No tengo que asombrarme. La culpa siempre va a estar en mí. Y añade:
Reprimo mi culpa, no acepto mis heridas, desconozco mis pecados. No asumo mi responsabilidad por la vida que llevo y es así como no dejo que Dios entre dentro de mí.
De la aceptación de mi realidad a los brazos de Dios
La culpa me vuelve niño débil. Necesitado de la misericordia y de la ayuda para caminar. Necesito despertar a la verdad de mi vida:
Al reconocer mi culpa veo el vacío que me deja, la sed profunda, la soledad hiriente. Y entonces me retiro a encontrarme con Dios en soledad, en contemplación.
Pongo ante Él mi vida entera como es. Con sus verdades, con sus mentiras, sus vanidades y orgullos. Con sus egoísmos enfermos, su ansiedad y sus miedos.
Todo lo pongo ante los ojos de Dios consciente de mi culpa, de mi responsabilidad. Y en silencio dejo que Dios me calme.
Me ato a Él para fortalecer mi voluntad que ha quedado herida después de cada caída, de cada tragedia en mi alma.
Reconocer la propia culpa en la justa medida
Así es Dios que viene a mí a salvarme, a levantarme, a decirme que puedo hacerlo todo mejor si confío y me abandono.
La culpa mal vivida me lleva a los escrúpulos y no me deja confiar en la misericordia de Dios.
Él me mira y ve belleza en mí. No está todo podrido en mi interior. Sólo tengo partes oscuras, pecados y debilidades que ensucian mi alma.
Pero soy mucho más que mi pecado. Soy más que mi culpa y mi caída, más que esa debilidad mía que me deja postrado y con miedo. Yo soy más poderoso y valioso.
Soy un ángel oculto en retazos de carne, un hombre herido que busca abrazos. Necesito el abrazo de Dios que me recuerde el color del cielo.
La misericordia es la que salva
Necesito que su voz pronuncie mi nombre y me anime a caminar hasta llegar a su lado.
Es la misericordia la que me salva, no la ausencia de fragilidades y aguas pantanosas en mi interior.
Dios es más fuerte que mi pobreza. Me sostiene para que me mantenga fiel. Mira con paz, con alegría mi vida llena de inconsistencias.
Y me recuerda que Él es el que me salva. Yo no puedo salvarme solo. Reconocer quién soy y de dónde vengo refuerza en mí la conciencia de hijo amado y esperado. El abrazo de Dios me espera siempre al final del día.