El pecado tiene que ver con hacer algo que está mal, con provocar un daño con mis palabras, acciones u omisiones. Me enreda en mi debilidad y no me deja hacer crecer el reino de Dios a mi alrededor.
El pecado me hace peor persona, me envenena el alma, me vuelve rígido y me empobrece.
Hoy parece que dejo de sentir el peso de la culpa. Hago cosas y no me siento responsable ni culpable.
Creo que no tenía más remedio o que la culpa es de los que me provocaron con sus palabras y acciones.
Y entonces mi pecado ya no es pecado, es casi un accidente. Y yo no soy pecador. No me hace falta la misericordia, porque no hay culpa.
Explica el Génesis:
El pecado al comer del árbol prohibido lo hizo consciente de su desnudez. Adán perdió la inocencia y la pureza en la mirada. Y pensó que el estar desnudo no estaba bien. Vio el mal donde antes veía sólo bien.
¿Es mi mirada la que enturbia lo que veo o es lo turbio de la vida lo que ensucia mi corazón?
Comer alimentos impuros no me vuelve impuro. Quizás soy yo en mi interior el que con su impureza ensucia todo a mi alrededor. Y no me doy cuenta.
Ser consciente de mi pecado me hace mejor persona. Pensar que no tengo nada de lo que arrepentirme me vuelve orgulloso e insensible.
La culpa en un grado sano es necesaria. Si no me siento culpable de nada de lo que hago me vuelvo cruel y rígido.
Me creo en posesión de la verdad y pienso que no actúo mal cuando sí lo hago. Si alguien sufre por mi culpa no es mi responsabilidad.
O si hiero con mis palabras sólo estoy siendo sincero. Y si esperan más de mí y no les doy lo que esperan pienso que tengo derecho a dar lo que yo quiera, que tengo que cuidarme.
Nada es por mi culpa. Nada de lo que sucede hace que me sienta responsable. Siempre son los demás o la mala suerte.
En el relato bíblico ninguno asume su parte de culpa:
Culpo a los demás y yo quedo libre de toda culpa y pecado. Pensar así me priva de algo importante.
No pedir perdón es una carencia de mi alma. Si no siento esa necesidad es que tengo el corazón endurecido y seco.
Cuando me siento culpable, sin caer en los escrúpulos que no son sanos, me vuelvo más niño.
Acepto que no lo puedo hacer todo bien. Es imposible esa perfección que me impongo. Soy pequeño y débil.
Y el pecado forma parte de mi condición. Peco cuando callo y cuando hablo. Cuando pienso mal y cuando actúo con rabia.
Peco cuando no hago nada pensando que mis omisiones no son tan importantes, pero lo son. Lo que se queda sin hacer es mi responsabilidad.
El bien que no sucede por mi apatía y pereza es parte de mi responsabilidad de instrumento.
Soy hijo de Dios, soy apóstol. Y todo lo que no hago es una ausencia de bien.
El pecado es la imperfección propia de mi vida. Habrá pecados que brotan de mi herida, de mi dolor, de mi angustia. Pecados que son un desahogo, una salida a mi soledad.
Puede haber pecados que no hacen daño a nadie. Pero pueden ser pecados que no me hacen bien a mí. No me construyen por dentro, no me hacen libre.
La infidelidad en mis proyectos y deseos me debilita. Mis incoherencias me hacen daño.
Hay todo tipo de pecados en mi vida. A veces son faltas provocadas por mi debilidad o por mi imprudencia.
Tal vez no las pude evitar y sucedieron. No causaron mal a otros, tal vez sólo a mí en mi orgullo, en mi amor propio.
Quisiera tener una mirada pura para ver con facilidad la suciedad en mis actos, pensamientos y omisiones.
Que mi culpa nunca me hunda pero que sí me lleve a pedirle perdón a Dios de rodillas.
Vivir la misericordia en mi corazón es lo que me salva y fortalece. Leía el otro día:
La no aceptación de mi debilidad, de mi fragilidad, es lo que me aleja de Dios.
Ser consciente de mi pobreza, de mi impureza, me lleva a sentirme menesteroso y necesitado del amor de Dios.
Aceptar mi debilidad me salva del peligro de creerme invencible y todopoderoso, me salva del orgullo exagerado y de la vanidad que me alejan de los hombres y de Dios.
Aceptarme frágil me permite mirar a mi hermano y ver que no puedo construir yo solo un mundo nuevo.
No quiero bloquear la acción de Dios en mi interior. No quiero poner barreras que impidan su actuar.
El amor de Dios penetra cuando me sé necesitado y me abro a su poder. Eso ocurre cuando veo la debilidad en mí por mi pecado o mis fracasos.
Y Dios se acerca y me pregunta: "¿Dónde estás?".
Quiere encontrarme desnudo cuando huyo, cuando me escondo. Entonces me salva de mi sentimiento de indignidad.
Claro que no soy digno y no tengo derecho a la gracia, a la misericordia. Todo es un don que recibo de rodillas.