Mejor que dedicarnos a acariciar nuestras desilusiones para que hagan nido en nosotros es acercarse a los dolores de los demás En la vida nos es siempre más fácil conservar la tristezas que las alegrías. Los seres humanos tenemos ese dañino hábito de guardar en el corazón las tristezas y los desengaños y poco hacemos el esfuerzo de mantener las alegrías en el corazón.
Pasamos las horas remasticando nuestros dolores y nuestros fracasos, en lugar de saborear nuestras alegrías o alimentarnos de nuestras esperanzas; dedicamos más tiempo a quejarnos y a lamentarnos que a proclamar el gozo de vivir.
Es inevitable caminar por la sombra cuando llegan esos dolores que son inesquivables, pero aun en estos casos, un hombre debería recordar que lo mismo que en las aceras en sombra, de vez en cuando el sol se cuela con pequeños rayos luminosos, y también, que en todo dolor hay misteriosas ráfagas de alegría y de consuelo.
¿Cuándo aprenderemos que, incluso en los momentos más amargos de nuestra vida, tenemos en nuestro coraje la posibilidad de disminuirlo?
Apostar por la alegría, cortar con las desilusiones
Si nos atreviésemos a apostar descaradamente por la alegría, si descubriéramos que casi todos nuestros ataques de nervios provienen de nuestro egoísmo, de nuestro orgullo o de nuestra terquedad…
Lo más importante, después de darnos cuenta de esto, es no dedicarnos a acariciar nuestras desilusiones para que hagan nido en nosotros.
Ellas terminarán yéndose de aquel que las mira de frente, que analiza qué tienen de fundamento y qué no, y que les contrapone lo mucho de positivo que hay en la vida en ese mismo momento, que se las echa a la espalda y comienza a trabajar en otras tareas o caminos.
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Y, naturalmente, alejarse del egoísmo. Cuando uno tiene el valor de salir de sí mismo y contemplar los dolores de los demás, pronto descubre qué pequeños son los suyos y que inútil es dedicarse a lamer las propias heridas.
No vivimos en un mundo apto para mirarnos el ombligo. Siempre hay alguien que nos necesita.
Buscar luz
Siempre hay momentos de luz, personas de luz, diálogos de luz; esos con la capacidad de llenarnos de alegría en los momentos más oscuros.
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Si nos damos la oportunidad de buscarlos en algunas ocasiones, ¿por qué no buscarlos siempre? Cuánto más agradable sería nuestra existencia (y la de los que nos rodean)…
Todas las cosas del mundo, y de nuestra vida también, tienen una cara soleada, pero nos parece frívolo el confesarlo y nos sentimos más “heroicos” dando la impresión de que caminamos cargando con dolores y problemas terribles.
Adviento, dulce espera
El Adviento es tiempo de renovarnos en la alegría. De transformar nuestro corazón, no desde la penitencia y el sufrimiento, sino desde la esperanza y la alegría, alejándonos de las tristezas presentes y permitiendo que la luz de la espera reavive nuestra alma.
Jesús nos llama a la conversión desde la figura de la confianza en las promesas, desde la dulce espera de María, desde la búsqueda de una estrella que nos recuerde que nuestra vida está vuelta hacia un amor infinito.
“A ratos (la tristeza) es inevitable. Pero lo que sí es inevitable y lo que seguramente es un pecado es la tristeza voluntaria. No sin razón Dante coloca en lo más hondo de su infierno a los que viven voluntariamente tristes, a cuantos -no se sabe por qué complejo- tienen esa tendencia (o la manía) de ir en el verano por toda la solana y en el invierno por donde más viento sopla” (Martín Descalzo).
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