El orden, la limpieza, la decoración… ayuda a crear hogar, una casa acogedora y humana en el sentido más hondo de la palabra
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Las tareas domésticas van mucho más allá de su aparente sencillez. No son solo lo que aparece a primera vista. Cuando nos dedicamos a lavar, a sacar el polvo o hacer las camas debemos plantearnos qué hay detrás.
De entrada, son tareas de cuidado. En las tareas domésticas, en el guiso diario, en los platos recogidos en el lavaplatos estamos atendiendo a nuestra familia de la forma más directa. No solo les atendemos en sus necesidades periódicas, sino que, en los detalles, en la limpieza, en la decoración con buen gusto estamos apelando a su sentido de la belleza.
Y esa es la auténtica verdad y bondad de cada hogar: hay que componer una morada acogedora y humana en el sentido más hondo de la palabra.
Una vivienda ordenada, pulcra que invita a la paz, que descansa el alma y facilita todas nuestras tareas vitales: comer, dormir, vestirnos adecuadamente, descansar y presentarnos en público con aseo y guardando la compostura.
Es tan importante el cuidado diario que llega a formar parte de nuestra personalidad: no solo somos profesionales o buenos estudiantes, sino que también somos aquellos trabajadores o aquellos alumnos que de un modo casi imperceptible hacemos la vida agradable a los demás, a los que nos encontramos cada día en la oficina y en el aula, con nuestra apariencia y comportamiento reflejando la armonía del hogar.
Las tareas domésticas acaban contribuyendo así a la salud, al bienestar interior de cada uno de los miembros de la familia. Pero hay más.
¿Quién realiza estas tareas?
Todos estarán pensando en la madre. Tradicionalmente la madre nos sostiene a todos a diario y todos nos apoyamos en la madre. ¡Pero rompamos con algunas tradiciones obsoletas! Y es que con niños de más de seis años esto no puede ser así. Es fácil que la madre tenga su trabajo profesional y si es así el trabajo del padre y los estudios de los hijos se han de reestructurar en función del hogar. En casa todos debemos ocuparnos de las tareas domésticas porque todos debemos cuidarnos de nuestros padres y de nuestros hermanos que, y que nadie lo dude, es una delicadísima forma de amarnos.
Sí: cuidar a los demás miembros de la familia es parte del amor que les profesamos. Y es a la vez un compromiso compartido. Por eso sería muy extraño que en este plano solo nos amara nuestra madre a todos y los demás, el padre y los hermanos, la sonriéramos agradecidos dejándonos amar pasivamente.
¿Cómo arreglar este tema? Hay posibilidades muy creativas. Quizá la madre sea quien deba repartir las tareas y los demás debamos obedecerla. Ella nos coordina y los demás encajamos en un esquema bien engrasado. Es más, creo firmemente que la madre que logra organizar, quizá en ocasiones será el padre, diariamente las tareas del hogar se sienten dulcemente amada por todos y en ese reconocimiento todo va mejor.
Cuando la armonía material, y por ende relacional, del hogar toma cuerpo hasta el corazón de cada uno de sus miembros está más predispuesto a contribuir a la paz familiar.
Hacer bien las cosas tiene sus réditos. Lo contrario puede ser una madre enfadada, un padre indolente y unos hijos caprichosos y desagradecidos que se están convirtiendo en egoístas y que acaban considerando que todo les es debido y su madre/padre son unos sirvientes a los cual se puede tiranizar. Y el padre debe reaccionar ante esta tiranía.
Uno de los modos más sutiles que tiene un hombre de amar a su mujer es contribuyendo a las tareas de hogar como uno más. Un modo de educar a los hijos es organizando meticulosamente su papel en las tareas domésticas.
Entonces nos podemos encontrar con que el padre es un gran cocinero cada día de la semana; la hermana una experta en el orden de la ropa, su recogida, en su lavado y su planchado; y su hermano se convierte en el más experto proveedor de tareas tan importantes como la compra del pan, la leche, el paseo del perro y la bajada diaria de la basura. ¡Ah, y ambos hermanos dedicados cotidianamente al perfecto orden de sus respectivas habitaciones!
Y la madre estará encantada llenando huecos con la batuta y la dirección semanal de compras en el supermercado gracias a su afinada lista de las necesidades semanales donde, nos lo olvidemos, los porteadores, los conductores, los asesores son todos: la familia al completo.
¡Una familia responsable que se ama! Y se ama a fondo en algo muy importante: los detalles. Se aman en trabajos invisibles diarios que unidos son un universo: por ejemplo, en el esfuerzo por complacer a mamá y a papá. Y al revés cuando papi guisa el domingo con su mandil y su buen humor característico: cantando. Luego ni acusaciones ni escaqueos: todos lo hacen todo.
Y comedor y cocina lucen resplandecientes a las seis de la tarde. La literatura científica insiste que el orden colaborativo en el hogar es un predictor de la salud física y mental de todos sus miembros.
¿Dónde está nuestro más perfecto ejemplo?
Algunos me dirán que todo esto es muy cursi, muy azucarado. Que es una nimiedad. Entonces les pediré que piense en la vida oculta de Jesús en los treinta primeros años de su existencia entre nosotros. Y les pediré más: que se imagine el día a día. El papel de María, el papel de José. ¿Alguien cree que Jesús era un adolescente o un joven indolente? O que María se iba quejando por la casa de que José estaba solo en sus cosas.
Pues creo que no: en el hogar de Nazaret reinaba un orden y una paz que de alguna pequeña forma contribuiría a facilitar el mejor camino hacia la vida Pública de Jesús. María cuidaba a Jesús y a José, pero segurísimo que José y Jesús no se dejaban ganar en generosidad por la Virgen.
Son muchos años: treinta, quizá algunos menos en el caso de José, amando, cuidando, guisando, recogiendo y lavando la ropa y arreglando la puerta y unas sillas, trayendo leña, etc. Esa era la vida de la Sagrada Familia durante treinta años que nos indican cuál es el valor santo y eterno de las tareas de cada día. Nuestro más perfecto ejemplo: nada más y nada menos.
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