Son duras la enfermedad, la muerte y la pérdida. Es duro vivir el dolor en soledad, o el abandono.
Es duro este tiempo de pandemia que me aísla, para cuidarme, para cuidar a otros. Veo los estragos del virus y me duele el alma.
En estos tiempos duros siento desconcierto. ¿Cómo se puede consolar en el dolor? ¿Cómo se puede acompañar al que sufre?
¿Cómo compartir el dolor cuando no se puede estar cerca en este tiempo difícil?
Sé que no bastan las palabras. No devuelven la vida, ni la paz, ni la esperanza. Son sólo palabras que se las lleva el viento y no dejan nada cuando pasan.
Valen más un abrazo, un te quiero, una mirada, un acompañar en silencio. Valen más, sin duda. Las palabras se quedan siempre cortas, no alcanzan a dar esperanza, ni paz suficiente.
¿Cómo puedo enfrentar este tiempo que vivo? No es tan sencillo intentar encontrar la luz en la oscuridad o dar calor en el frío de la tormenta. Supone dar un salto de fe, una entrega audaz de la vida.
Me exige Dios soltar lo que me ata. Dejar ir al que parte. Llorar con el que llora. Acompañar en distancias prudentes como me pide el tiempo.
Orar sin dejar de confiar en un Jesús que no se baja de mi barca ni tan siquiera en medio de la tormenta. Cuando todo parece hundirse ante mis ojos.
Leía el otro día:
Estoy hecho para la vida, para el encuentro, para el amor que no se muere nunca. Estoy hecho para una alegría que no pase. Mi corazón tiembla en estos momentos de incertidumbre.
No puedo asegurar el futuro. ¿Antes podía? Tampoco. Pero vivía como si pudiera hacerlo, como si lo estuviera haciendo. Era yo el dueño de mi destino, el hacedor de mi camino. Vana ilusión la mía.
Estaba seguro de mis fuerzas, como si la juventud no fuera nunca a dejar paso a la vejez. Como si nunca las arrugas del tiempo o de la muerte fueran a tocar mi piel, o la piel de los que amo.
Tan seguro estaba de morir en la vejez, nunca antes de tiempo. Dueño de mi vida y de la vida de los míos.
Y ahora, cuando todo es fugaz, frágil y pobre, me siento desprovisto de esa seguridad que tuve un día. Ya las promesas de Dios no parecen convencerme.
Tampoco encuentro palabras para convencer a otros. Estoy perdido en este desierto lleno de amenazas y tiemblo. ¿Cómo se puede dar seguridad estando yo inseguro?
¿Dónde queda la fe en el Dios de mi vida? Ese Dios que anduvo conmigo desde mis primeros pasos. Sostuvo mis lágrimas en momentos duros.
Y río con mi risa cuando todo era más fácil. Entonces sí creía, porque no había dudas, ni miedos, ni angustias. Entonces sí, pero ¿ahora? ¿Cómo hago para confiar de nuevo como un niño?
No es un juego. La vida no es una actuación, ni una obra de teatro. La vida es seria y se juega en cada paso que doy.
Hoy me detengo sujetando el dolor de muchos, el mío propio. Le miro a Dios que me quiere con locura.
Le pido que aumente mi fe tan débil. Y que ponga en mis labios palabras de esperanza. Que sepa abrazar sin romper las distancias. Y consolar sin tener que decir nada.
Que pueda abrir rutas en cañadas oscuras. Y mostrar amaneceres que llenen de paz el alma.
Está hecha mi vida para el cielo. Y no desdeño los pasos por la tierra. Quiero vivir con paz, aunque me duela. Entregando mis miedos y nostalgias.
Sabiendo que Jesús viene para cada día. Para llenar de luz todas mis noches. Y hacerme reír de mi ignorancia. Quiere que siembre luz y color allí por donde pase.
Y cuando no lo logre por torpeza mía, u omisiones de mi alma. Cuando no esté a altura de lo que otros esperan. Aun entonces confíe en que Él lo hará con o sin mi ayuda.
Yo entregaré mis fracasos y caídas. Mis fiascos y mis miedos. Y sabré que es su obra, su tierra y su cielo y yo sólo su hijo que apenas logra caminar seguro.
En Él confío. Le pido que aumente mi fe que ha de ser profunda si quiere resistir tormentas.
Que ponga su Espíritu en mis palabras si quiere lograr algo conmigo. Sólo eso le pido.