No valgo para todo, pero sí para lo que Él sueña
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Dios me ha elegido desde el seno materno, me ha llamado, me ha amado. Hay un salmo con el que medito esa predilección de Dios:
“Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente. Señor, Tú me sondeas y me conoces; me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos penetras mis pensamientos; distingues mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares. Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Conocías hasta el fondo de mi alma. No desconocías mis huesos, cuando, en lo oculto, me iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra”.
Pienso que Dios me ha pensado así, desde siempre. Desde lo oculto ha entretejido mis huesos, mi historia sagrada, mi forma de ser y de darme. Mi familia, mi misión.
El profeta exclama: “Estaba yo en el vientre, y el Señor me llamó; en las entrañas maternas, y pronunció mi nombre. Hizo de mi boca una espada afilada, me escondió en la sombra de su mano; me hizo flecha bruñida, me guardó en su aljaba y me dijo: – Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso”.
Me ha llamado, me ha formado, ha pensado en mí, está orgulloso de mí. La verdad es que me sorprende. Lo escucho, lo repito con mis labios, lo pienso, lo intento creer. ¿Elegido por Dios?
¿Dios orgulloso de mí? No sé, tiemblo. Toco mi fragilidad y constato tantas veces que no llego a la altura soñada. No mido ni peso lo que debería. Mis obras no son obras de Dios. Ni mis gestos sus gestos. Y mi amor es tan frágil. ¿Me querrá Dios siempre?
Dios desde el seno materno me eligió. Yo no logro levantar un palmo del suelo. Me siento tan pequeño y desvalido. Dios me conoce por dentro. Lo sabe todo y pese a ello me elige. Sabe que no soy tan fiable.
Dios me ha creado de carne. Sabe que nazco con la ruptura en el alma propia del pecado. Conoce mis fragilidades y mis pasiones desordenadas. Y me llama.
Quiere que lo siga. Que cumpla la misión que para mí ha soñado. Reconozco que me cuesta dejar lo que conozco, lo que controlo, lo que domino, para emprender la misión que Dios me pide. Dejar mis seguridades para aventurarme en la misión que ha soñado para mí.
Me sé tan débil. Él pronuncia mi nombre y sabe que yo valgo para lo que Él sueña. No valgo para todo. Pero sí para mi parcela, mi lago, mi barca. Sabe dónde puedo dar vida, dónde ser fecundo.
Es verdad que conoce mis infidelidades. Pero me sigue llamando y buscando entre los arbustos donde me escondo tantas veces confuso en mis huidas.
He buscado desiertos en los que descubrir lo que espera de mí. Tendré que creer, confiar, esperar en medio del claroscuro de mi vida. En medio de mis miedos e inseguridades.
Decía el padre José Kentenich: “En ningún otro lugar estamos tan asegurados y amparados como en la oscuridad de la fe y de la confianza. ¡Qué hermoso será cuando más tarde veamos, con mayor claridad, los caminos por los cuales la sabiduría de Dios nos ha ido llevando durante este tiempo! Así pues utilicemos los escollos para crecer más hondamente en el mundo de la filialidad”[1].
Los caminos que Dios ha soñado para mí. Porque me ha mirado en el seno materno y ya sabe de lo que soy capaz.
Conoce mis pecados casi antes de que los cometa. Y no se desespera. No se asombra. No me rechaza por el mal que sale de mis manos. Sigue confiando y creyendo.
Me cuesta entender tanta fe, tanto amor, tanta fidelidad. Me ha amado desde el principio. Sabe lo que puedo llegar a dar.
Por eso quiere que deje de lado todo lo que me oprime, lo que me inmoviliza, lo que me esclaviza. Me llama a dejar de vivir encerrado por miedo al mal, al pecado, al mundo.
¿Por qué tengo miedo? Me da miedo lo desconocido, lo nuevo. Me asusta el desafío de vivir la misión para la que Dios me quiere.
Yo no quiero vivir angustiado en medio de tantas cosas que no controlo. Pero Jesús me llama desde el seno de mi madre y va conmigo. Esa certeza me da alegría porque algo del miedo de mi alma se desvanece.
Con su voz pierdo el miedo. Jesús va conmigo en cada paso que doy. No se queda en la orilla que yo abandono. No quiero vivir encerrado con miedo.
A menudo me doy cuenta de mi fragilidad. Me asusta que muchos conozcan mis pecados y mis límites. Quiero disimular. Me pongo una careta. Una máscara que oculte mis deficiencias. Me angustia que me traten de acuerdo a mi incapacidad. Que me humillen y rechacen.
Desde el seno materno fui escogido portentosamente. Esa certeza me da alegría. Yo animo, doy esperanza, quiero ser un testigo creíble.
¿Quién me hará creíble, digno de confianza? Yo no me veo capaz. Ha tejido mis huesos. Pero ha dejado intactas las imperfecciones de mi vida.
Por más que le pido que elimine mis defectos, Jesús me sigue diciendo que me basta su gracia. Pero no es así. Me lo sé en la teoría. Me cuesta creerlo en el corazón.
Me ha llamado a mí, pero no me parece que tenga mucha sabiduría. ¿Me conoce de verdad? Sí, hoy me lo repite. Él me conoce y me llama por mi nombre. Me conmueve. Tanta predilección me deja sin palabras.
[1] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus