No hay que ser rico para vivirloNo era la primera vez que alguno de mis niños de catequesis sacaba el tema para una clase. Los alumnos de mi clase de 9 a 10 años siempre sienten curiosidad y ganas de hablar y preguntar, algo que contribuye a que me encante darles clase.
Explicamos que la oración, el ayuno y la limosna son prácticas habituales en los cristianos, especialmente en tiempos como la Cuaresma. Por supuesto, la palabra limosna de inmediato hace pensar en dinero.
Regalar, donar y compartir son temas familiares para niños de esta edad, aunque dan por sentado, como muchas otras personas, que solamente se refiere a dinero.
“Bueno, y si tu familia no tiene mucho dinero, ¿qué se supone que hay hacer?”, preguntó un muchacho.
“A veces mi padre dice antes de ir a misa: ‘Vaya, no tengo nada de dinero para poner en el cepillo…”. Una chica sentada frente a él añadió: “Sí, mis padres dicen que tienen muchas deudas así que no pueden poner ningún dinero en las cajas que nos diste de la colecta para el centro de maternidad”.
¡Me encantó que sacaran este tema!
Aunque tengamos que pensar con un poco más de creatividad (y sacrificio) para encontrar un poco de dinero extra para donar, sin duda Dios no limita nuestras ofrendas, donaciones y actos de generosidad al mero apoyo económico.
Entre los geniales padres que donan de formas diferentes está la madre de una de mis estudiantes. Canta en el coro de la iglesia. Cuando la mencioné, expliqué que “ofrece su tiempo y su voz a nuestra parroquia”.
Su hija admitió que no había pensado en eso como un acto de “generosidad”.
Dos chicos de mi clase son monaguillos. Señalé que esa era su forma de realizar un acto de ofrenda, a través de su tiempo y su servicio.
Les hablé de un grupito de mujeres que conozco que van a una residencia de ancianos una mañana al mes. Dedican su tiempo y su compasión, rezan el Rosario, escuchan sus historias y traen un perro pequeño para que los residentes los tengan en brazos y jueguen con él.
Los niños estaban fascinados con este amable gesto hacia unos perfectos desconocidos.
Mencioné a la mujer que teje mantitas de bebé para un centro de preparación para el parto y a un hombre y su hijo adolescente que han hecho trabajos de mantenimiento en un centro de maternidad.
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Hablé de una mujer hispanohablante que ayuda a inmigrantes recién llegados a Estados Unidos a aprender a hablar inglés.
Otro gesto de generosidad que se me ocurrió fue el de un grupo de jóvenes adultos que trabajan de voluntarios en el programa de deporte para niños con necesidades especiales, donde está mi hijo.
Ofrecen sus noches de viernes para jugar al baloncesto u otros juegos con adolescentes que tienen autismo, síndrome de Down u otras dificultades.
Hablamos también de una familia que empezó una campaña de recogida de equipamiento deportivo para una parroquia muy pobre y dedicaron su tiempo personal a clasificar y repartir materiales de béisbol, lacrosse, baloncesto y fútbol.
Una de mis estudiantes levantó la mano para decir que su madre tiene la costumbre de comprar “dos de cualquier cosa que esté de oferta y damos una al programa de ayuda comunitaria”.
Otro estudiante dijo que su tío es fontanero y que hace poco “arregló a la vecina un problema de tuberías, y gratis, porque el padre de la familia acababa de morir y la madre está muy triste”.
Dios está feliz cuando dedicamos nuestro tiempo, talentos o riquezas, dije, y no todo el mundo tiene muchas riquezas.
Hay innumerables ideas para compartir nuestro tiempo o habilidades para ayudar a otras personas; esta fue la lección que aprendieron los niños.
“¡Y tú estás dedicando tu tiempo y talento a enseñarnos sobre Dios!”, me dijo otra chica. Así es. Y es todo un placer.
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