Quiero formar parte de un solo cuerpo
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Dios se hace carne y se entrega por mí. Se dona para estar conmigo. Jesús lo explica así:
“Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo”.
Y veo cómo el asombro surge en el corazón de los que escuchan: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?”. Parece una locura. Dar a comer su cuerpo humano.
Se escandalizan los judíos. No lo entienden. Comer su carne. Ni sus discípulos entenderían estas palabras. Jesús tiene que morir y resucitar para que puedan comprender el significado.
No me sorprenden las dudas de los judíos. ¿Cómo se puede comer su carne y su sangre? El corazón se rebela ante lo imposible.
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Hoy me sigue pareciendo imposible. Que pueda comerlo a Él en ese trozo de pan, en ese poco de vino. Y que su presencia en mí me cambie por dentro. Todavía dudo. ¡Cuánta gente hoy no cree de verdad en la presencia sanadora de Jesús en la eucaristía!
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Pongo a Jesús en el centro. Como su carne. Bebo su sangre. Lo hago en cada eucaristía. Pero hoy lo hago con más conciencia.
Creo en su presencia viva entre mis manos. Ese pan que se parte por mí. Ese pan que me alimenta por dentro y cambia mi corazón. Sin que yo apenas me dé cuenta. Actúa en mí.
Por eso vuelvo a comulgar. Una y otra vez. Quiero que su carne sea más mi carne. Su sangre mi misma sangre. Su pasión por la vida. Su amor por los necesitados. Su libertad interior ante la presión del mundo. Quiero que mis sentimientos sean sus mismos sentimientos.
Es lo que más me cuesta. Pienso como hombre. Siento como hombre. Peco como hombre. Y quisiera sentir como Jesús en lo más profundo de mi ser.
¿Ha cambiado mi vida? Siempre se lo digo a los niños cuando van a recibir la primera comunión. Si frecuentan a Jesús se van a parecer cada vez más a Él. Lo hace Jesús lentamente en su alma. Se asemejarán al que les da la vida.
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Miro mi vida y pienso que estoy tan lejos de ser Jesús… Tan lejos de sentir lo que Él siente. Quiero inscribirme de nuevo en su corazón herido. En la comunión se me abre una puerta y entro. Quiero estar con Él para siempre. Vivir en Él. Descansar en sus brazos.
Yo me hago custodia de Jesús cuando como su cuerpo. Me hago sagrario que lleva su presencia viva. El otro día me decía una persona:
“Cuando era más joven descubría con facilidad a Dios en los demás. Ahora eso ha pasado. No logro verlo. Y no es porque ya no esté en ellos. Seguro que está, pero yo no lo veo”.
Quiero un corazón limpio para ver a Dios. Los que tienen un corazón así logran verlo en los demás. Decía San Agustín: “Es procurar ver a Dios con los ojos de nuestro corazón”.
A Dios lo puedo ver en este pan partido. Lo puedo ver en la adoración cuando me adentro en el corazón de Jesús. Y lo tengo que ver siempre en las personas que Dios pone en mi camino.
Hace poco leía: “La única forma de reconocer con seguridad nuestra relación con Dios es reunir y revisar nuestras relaciones humanas. Lo que existe en estas relaciones, también existe en nuestra relación con Dios“.
Jesús en la eucaristía viene a mi corazón para que aprenda a mirar como mira Él. Y aprenda a descubrirlo en los que me rodean. Lo que hay en ese amor humano a los hombres es lo que se da en mi amor a Dios. Jesús vino a quedarse conmigo. Vino a quedarse en el pan partido.
Pero vino a quedarse a todas horas en aquellos que me regala para que yo me arraigue cada vez más en su corazón. En los más heridos. En los que han sido partidos. En los que necesitan mi mirada llena de misericordia. Es el único camino.
Comulgo. Como su carne y bebo su sangre para amar como Él ama. Eso me conmueve siempre. Ojalá pudiera mirar así la vida. Ver a Dios en todo lo que me sucede. En todas las personas con las que comparto el camino.
Jesús se parte para unir.
“El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan”.
Se entrega para que todos seamos uno en el amor. Uno en Él. Somos un solo cuerpo en el Cuerpo de Jesús. Una sola alma en su misma Sangre. Formamos parte de su pan. Al beber del mismo vino nos hacemos uno en Dios. La misma carne, la misma sangre.
“Para que todos sean uno. Como Tú, oh Padre, estás en mí y Yo en ti, que también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que Tú me enviaste” (Jn 17, 21).
Sólo haciéndolo así puede crecer en mi corazón el deseo de romperme por otros. Cuando me siento uno en Cristo. Cuando empiezo a sentir con otros como siente Jesús.
Esa comunión es la que deseo. Para que otros tengan vida. Para que otros vean cómo nos amamos. Mientras tanto no me canso de comulgar.
Unión
Quiero formar parte de un solo cuerpo. Esa es la comunión que desea el corazón. Vivir unido a muchos. Estar en comunión con todos. Unidos en un mismo Cristo. Es Él el que me une a todos y le da un mismo sentido a todo lo que hago. Unido en la diversidad.
¡Cuánto valor tiene la comunión! Una fe viva que se hace carne. Un amor que me lleva a vivir en comunión con todos. No se trata de imponer un pensamiento único.
A veces se confunde unidad con uniformidad. Y más bien lo que Jesús logra es la unidad en la diversidad. Eso lo hace posible el amor verdadero de Dios en mí.
Él me abre a mis hermanos que no piensan como yo. En ocasiones las ideas me separan de las personas. Me aíslo, me protejo de los que no piensan como yo. Creo entonces que sólo con los que piensan como yo es posible la comunión. Pero no es así. Jesús hace posible lo imposible.
De Babel, donde el pecado confundió las lenguas y nadie se entendía. Hemos pasado en Pentecostés a una unidad obra del Espíritu Santo.
Es la comunión un milagro de unidad. La comunión sucede al comulgar del mismo Jesús partido. Comulgar me une con toda la Iglesia que necesita la comunión como viático para el camino.
Es alimento para el débil. Es medicina para el enfermo. La comunión me une a mis hermanos. Más allá de pensar de forma diferente estamos unidos en lo central, en Jesús. Él mantiene una unidad que parece imposible. La comunión hace posible la plenitud de la alianza sellada con Dios.
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María me abre el corazón de Jesús. Al comulgar lo hago unido a María. Ella abre la puerta para que Jesús entre. Quisiera construir la unidad con mis manos, con mi vida, con mi corazón. Me cuesta tanto unir… Es muy fácil separar, dividir, poner distancia entre unos y otros. Me alejo de los que no son como yo.
¡Cuánto me cuesta creer en esa unidad en la diversidad! Me resulta difícil mirar con amor a aquel con el que no coincido. En la misma Iglesia. Habiendo comido el mismo pan. Es un milagro que no siempre sucede. Tengo que pedirlo. Mirarán cómo nos amamos. Si no ven ese amor no querrán estar cerca de Jesús.
Hoy muchos cristianos no reflejan el amor de Jesús. Yo tampoco lo muestro cuando caigo en la crítica, en el desprecio, en el juicio. Cuando mis obras no son las de Jesús. Ni mis sentimientos. Cuando en lugar de unir separo, divido, creo distancias.
Quiero construir puentes en lugar de muros. Es la única forma de unir en la diversidad. Un milagro de Pentecostés. Un milagro del pan único y partido en cada eucaristía.