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¿Amas a Jesús?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 14/04/16
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Sabemos cosas, tenemos certezas, pero el corazón no siempre ha echado raíces en Dios, no descansa en Él…

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Jesús me ama y me pide que yo lo ame. Jesús viene a mí en mi vida, en mi fragilidad. Viene y me pregunta si lo amo, si estoy dispuesto a amarlo siempre. Pase lo que pase. En medio de mis dudas y mis miedos.

Me lo repite hasta tres veces, como queriendo que quede grabado su amor en lo profundo de mi alma. Sabe cómo soy. Conoce mis miedos al fracaso.

El corazón humano tiene miedo al compromiso. ¡Cuántos jóvenes hoy no se atreven a prometer un amor eterno! El miedo al fracaso. El miedo a que pase el amor.

Jesús me pregunta si estoy dispuesto a amarlo siempre. A acompañarlo a pescar siempre. A dejarme tocar por su amor siempre. Esa pregunta puede parecerme excesiva. Me siento débil, incapaz de ser eterno.

Es verdad que Jesús se queda para siempre conmigo. Ya no se va. Pero yo no siempre me veo tan fiel a su amor. Y aún así le digo que sí, que lo amo. Y el Señor me sostiene en mi pobreza. De eso estoy seguro.

Vuelve siempre de nuevo a buscarme cuando caigo. Se acerca hasta mí cuando no soy capaz de reconocerlo en el camino, y lo confundo entre tantos rostros. Cambia mi pesca baldía en la mejor pesca. Cocina para mí en medio de mi rutina.

Mira mi corazón y siente compasión por mi fragilidad. Arde de nuevo a mi lado para que yo sea capaz de arder por los hombres y consumirme por amor. Y entonces creo, y amo. Y me sé amado por Jesús en medio de mi barca, en medio de mi vida.

Jesús está vivo para siempre en mi historia personal. No una vez hace dos mil años. Está vivo hoy. Resucita hoy. Para mí, para que mi vida se llene de luz y de verdad. Ahora creo más que nunca en su amor hasta el extremo, un amor incondicional, un amor vivo.

Sueño con un amor así. Y me uno a ese sueño que siempre tuvo María. Ella se supo amada siempre por Dios y repitió su sí tantas veces en su corazón.

María me enseña en sus manos a sentirme amada por Dios. Así lo hizo con los discípulos esos días estando Jesús ausente. Les ayudó a confiar en medio de sus miedos. Los sostuvo en la debilidad. Oró con ellos. Los unió.

Les recordó el amor de Jesús por cada uno. Eso es lo que siempre hace Ella conmigo. Me abraza, me sostiene, me hace creer en medio de la noche. Me da valor en la tormenta. Y me enseña a creer en la pesca milagrosa que pondrá en mis manos.

Aunque por momentos no vea ningún fruto. Aunque vea a veces que me persiguen como a Jesús. Así sucedió con los discípulos: “Prohibieron a los apóstoles hablar en nombre de Jesús”. Me perseguirán como a Él. No querrán que hable de Él. Me acusarán. Me rechazarán.

Tantas veces experimento el rechazo cuando quiero ser fiel y pastorear su rebaño. Jesús me vuelve a preguntar lo importante: “¿Me amas?”. Y yo vuelvo a confiar en su amor, en su poder, en su presencia en la orilla de mi vida diciéndome lo que tengo que hacer. Porque es Él el que le da sentido a mi vida y me abraza.

Jesús me invita a sus brasas, a su pescado asado. Quiere que descanse en la orilla de mi vida. Quiere que descanse en Él y que mis raíces lleguen a lo profundo de su corazón.

El Padre José Kentenich decía: “Lo que podemos constatar, es que puede ser que la cabeza sepa muchas cosas, pero el corazón no se encuentra enraizado, no está arraigado en lo Eterno[1].

A veces puede ser así. Sabemos cosas. Tenemos certezas. Pero el corazón no ha echado raíces en Dios. No descansa en Él. Pensamos de una determinada manera. Pero el corazón sigue otros caminos.

Jesús quiere educar mi corazón para que se asemeje al suyo. Me pregunta: “¿Me amas?”. Y yo le respondo que lo amo. Que quiero amarlo con toda mi vida. Pescar en los mares que me diga. Seguirle allí donde se adentre. Confiando. Abandonado en su amor.

[1] J. Kentenich, Hacia la cima

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