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San Francisco Solano

Gran apóstol de América del Sur y especialmente de Perú, en cuya capital, Lima, está enterrado

san francisco solano

© Public Domain

Monumento a España, en Costanera Sur, Buenos Aires, Argentina. Hernandarias de Saavedra (con niño aborigen), Francisco Solano, Cevallos, Vertiz. 

Verdadero apóstol de América, tanto por la extensión de su labor misional como por las huellas que dejó a su paso, san Francisco Solano no sólo recorrió gran parte de Perú de entonces, sino también otros cinco países de América del Sur.

Nació el 10 de marzo de 1549 en la pequeña ciudad de Montilla (Córdoba). Sus padres eran acomodados y, cuando el niño estuvo en edad escolar, lo entregaron a los jesuitas. Allí aprendió las primeras letras y sintió despertarse su vocación.

A los veinte años decide vestir el hábito franciscano y acude al convento de San Lorenzo de su pueblo natal. Hizo su profesión el 25 de abril de 1570. Unos dos años más tarde deja Montilla y se traslada al convento de Nuestra Señora de Loreto, cerca de Sevilla. Acabados sus estudios eclesiásticos, es ordenado sacerdote en 1576.

Por su afición a la música, que cultivó toda su vida, lo nombran vicario de coro y predicador. Pasa por diversos conventos de Andalucía, y en todos deja ejemplos edificantes de su fervorosa caridad. Llega el año 1589 y solicita pasar a América, para emular los ejemplos de apostolado que había oído contar de sus hermanos de hábito.

Durante su largo y accidentado viaje a América, en el que iba también el virrey de Perú, don García Hurtado de Mendoza, Francisco Solano aprovecha para predicar a la tripulación; pasa por las ciudades de Cartagena, Portobelo y Panamá. Llega a Lima en 1590, atravesando los ardientes arenales de la costa norte de Perú. Era entonces arzobispo de Lima santo Toribio de Mogrovejo.

Como su destino era Tucumán, emprende este larguísimo viaje en compañía de ocho franciscanos más. Había que atravesar los Andes por el valle de Jauja, Ayacucho y llegar hasta el Cuzco; cruzar la meseta del Collao, la actual Bolivia por Potosí y entrar en los confines del norte argentino; de nuevo bajar hasta Salta y finalmente hasta las llanuras del Tucumán.

Aquí permanece hasta mediados de 1595, como misionero y custodio de los conventos franciscanos del Tucumán y del Paraguay. Su acción misionera en estas regiones es para llenar muchas páginas y las conversiones se cuentan por millares; sus habitantes aún lo recuerdan con veneración.

En 1595 los superiores de Lima, de quienes dependía, lo llaman a Perú para hacerse cargo de la Recolección franciscana (Convento de los Descalzos), que acababa de fundarse a las afueras de la ciudad de Lima. Sólo por obediencia acepta el cargo, dedicándose de lleno a la oración y a la penitencia, de modo que sus claustros quedan impregnados de sus excelsas virtudes.

Pocos años después, el comisario, padre Juan Venido, lo envía a la ciudad de Trujillo (1602) en calidad de Guardián. Pero en 1604 vuelve de nuevo a la Recolección de Lima; ese mismo año, en diciembre, abandona su retiro y sale por las calles y plazas exhortando a todos a hacer penitencia, amenazando a los reacios con los castigos de Dios. El efecto de este sermón fue enorme; la ciudad se conmovió, pero hubo de ser advertido que en adelante no saliera así.

Su vida penitente, sus trabajos y privaciones le fueron restando fuerzas y por ello se le traslada a la enfermería del convento de San Francisco de Lima, donde tras breve enfermedad, muere el 14 de julio de 1610. Su entierro fue apoteósico, asistiendo toda la ciudad, desde el virrey y el arzobispo hasta los más humildes, todos con la misma idea de haber asistido al entierro de un santo.

El mismo año de su muerte comenzaron las informaciones sobre su vida y virtudes, las cuales dieron por resultado que el Papa Clemente X lo beatificara en 1675 y Benedicto XIII lo proclamase santo en 1726. En su tiempo vivieron, en Lima, además de santo Toribio de Mogrovejo, santa Rosa, san Martín de Porres y san Juan Macías.

Significado para nuestro tiempo

Al repasar la vida de este santo y la de otros misioneros de su tiempo, deberíamos pensar qué espíritu los guiaba en sus afanes apostólicos. La respuesta no puede ser otra que la de extender el Reino de Cristo en la Tierra.

Su ejemplo nos incita a nosotros, cristianos del siglo XX, a proseguir con el mismo empeño aquella tarea misional comenzada por ellos y no acabada aún en nuestros días. Ese será el mejor homenaje que les podemos tributar en la celebración del V Centenario de la Evangelización de América.

Heras, Julián, O.F.M., San Francisco Solano. Apóstol de Perú y de Argentina, en R. Ballán, Misioneros de la primera hora. Grandes evangelizadores del Nuevo Mundo. Lima 1991, pp. 145-148.

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