Es uno de los grandes hombres que han enriquecido la historia de la Iglesia. Era brillante y audaz; un valeroso defensor de Cristo hasta el final.
Vivió en Córdoba en el siglo IX. Su familia permaneció fiel a la fe católica a pesar del dominio musulmán que penalizaba con severos impuestos la asistencia al templo, y daban muerte a quien hablase de Cristo fuera de él.
Con estas presiones y el miedo al martirio muchos católicos abandonaban la ciudad.
Eulogio renovó el fervor de sus conciudadanos dentro de la capital y en sus aledaños. Su abuelo le enseñó siendo niño a que cada vez que el reloj señalase las horas, dijera una pequeña oración y así lo hacía, recitando, por ejemplo:
“Dios mío, ven en mi auxilio, Señor, ven aprisa a socorrerme”.
Se formó en el colegio anexo a la iglesia de San Zoilo. Y también influyó en su educación el abad y escritor Speraindeo. Recibió una esmerada formación en filosofía y en otras ciencias.
Su biógrafo, amigo y compañero suyo de estudios, Álvaro de Córdoba (Paulo Álvaro), reflejó su juventud diciendo:
“Era muy piadoso y muy mortificado. Sobresalía en todas las ciencias, pero especialmente en el conocimiento de la Sagrada Escritura. Su rostro se conservaba siempre amable y alegre.
Era tan humilde que casi nunca discutía y siempre se mostraba muy respetuoso con las opiniones de los otros, y lo que no fuera contra la ley de Dios o la moral, no lo contradecía jamás.
Su trato era tan agradable que se ganaba la simpatía de todos los que charlaban con él. Su descanso preferido era ir a visitar templos, casas de religiosos y hospitales.
Los monjes le tenían tan grande estima que lo llamaban como consultor cuando tenían que redactar los reglamentos de sus conventos. Esto le dio ocasión de visitar y conocer muy bien un gran número de casas religiosas en España“.
Álvaro añade: “tenía gracia para sacar a los hombres de su miseria y sublimarlos al reino de la luz”.
Siendo sacerdote, era un predicador excelente. Su anhelo fue agradar a Dios y se ejercitaba en el amor viviendo una rigurosa vida ascética.
Confidenció a sus íntimos:
“Tengo miedo a mis malas obras. Mis pecados me atormentan. Veo su monstruosidad. Medito frecuentemente en el juicio que me espera, y me siento merecedor de fuertes castigos. Apenas me atrevo a mirar el cielo, abrumado por el peso de mi conciencia”.
Este sentimiento de indignidad que acompaña a los santos, le instaba a emprender un camino de peregrinación para expiación de sus culpas.
Roma era su objetivo, pero su idea de llegar a pie era casi un imposible. De modo que pospuso este proyecto.
Hombre de vasta cultura, inquieto como las personas inteligentes que no pasan por la vida ajenas a las raíces de la historia, después de ver frustrados sus intentos de penetrar en el país galo, que estaba sumido en guerras, y donde se trasladaba con la idea de averiguar el paradero de dos de sus hermanos, vivió durante un tiempo en Navarra, en Aragón y en Toledo.
En Leire tuvo ocasión de conocer la Vida de Mahoma así como clásicos de la literatura griega y latina, y otras obras relevantes entre las que se incluía La ciudad de Dios de san Agustín.
Y después de contribuir a acrecentar el patrimonio espiritual de los monasterios sembrados por el Pirinieo, cuando ya había hecho acopio de una importante formación intelectual, regresó a Córdoba llevando con él un importante legado bibiográfico que nutriría los centros académicos de la capital.
Poco a poco fue naciendo una especie de círculo en torno a él integrado por sacerdotes y religiosos.
Pero en el año 850 los cristianos cordobeses quedaron estremecidos ante la cruenta persecución que se desató contra ellos.
Muchos regaron con su sangre el amor que profesaban a Cristo, negándose a abjurar de su fe y a colocar en el centro de sus vidas a Mahoma. Eulogio fue apresado; junto a él se hallaba el prelado Saulo.