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Santos Francisco y Jacinta

Pastorcitos a los que se les apareció la Virgen en Fátima

Santos Francisco e Jacinta detalhe

Año 1917. Europa está en plena guerra. Tres pastorcitos –Francisco, Jacinta y Lucía— pastorean a su rebaño en Cova da Iria (Ensenada de Irene), a unos 2 kilómetros de Fátima, cuando una “Señora más resplandeciente que el sol” se les aparece, sosteniendo en sus manos un rosario blanco.

Por tres veces, antes de esta primera aparición (de seis en total), un ángel les había advertido de un futuro acontecimiento de gracia divina y les invitó a ofrecer oraciones y sacrificios a modo de reparación por los pecados de los hombres. Una visión que permanecerá grabada en sus corazones y de la que ninguno hablará a nadie, excepto su prima Lucía, aunque más tarde.

Dos de ellos fueron reconocidos como santos en mayo de 2017: los hermanos Francisco y Jacinta. La tercera, Lucía, prima de los hermanos Marto, podría ser también beatificada y luego canonizada, pero su fallecimiento es más reciente (2005).

Francisco

Francisco fue el décimo de once hermanos. Era de una “obediencia ejemplar”, según declaraban sus padres Olimpia y Manuel Marto. Un niño “paciente, amable y reservado, inclinado a la contemplación”.

En los juegos, aceptaba gentilmente la derrota e, incluso cuando ganaba y sus compañeros se empeñaban en arrebatarle la victoria, él cedía sin rechistar.

Tenía también cierta tendencia al aislamiento y no le preocupaba si los demás tendían a dejarle un poco de lado. Según diversos testimonios, le encantaba el silencio y no buscaba nunca pelea. El pastorcito amaba la naturaleza, la poesía y la música y tenía un gran corazón.

La Virgen María, durante su primera aparición el 13 de mayo de 1917, le predijo que iría pronto al cielo, pero que antes debía rezar muchos rosarios.
Y eso haría el joven Francisco hasta su muerte, el 4 de abril de 1919, a causa de una gripe española que él recibió como “un don inmenso” para consolar a Cristo —“tan triste a causa de tantos pecados”, decía— para redimir los pecados de las almas y ganarse el paraíso, según informan los biógrafos.

El sitio web de referencia en Bélgica sobre las apariciones de Fátima, Fatima.beda cuenta del relato de las personas presentes durante sus últimos días:

“Un día, dos señoras conversaron con él y le preguntaron sobre la profesión que le gustaría seguir de mayor:

—¿Quieres ser carpintero? —, preguntó una de ellas;
No, señora—, respondió el niño.
—¿Soldado entonces? —, preguntaba la otra;
No, señora.
—¿Quizás médico?
Tampoco.
—Entonces ya sé lo que te gustaría ser: ¡sacerdote! Decir misa, confesar, predicar… ¿a que sí?
No, señora, no quiero ser sacerdote.
—Bueno, entonces ¿qué quieres ser?
No quiero nada. ¡Quiero morir e ir al Cielo!”.

“Era una decisión firme”, confiesa Antonio, padre de Francisco. Dos días antes de su muerte, Francisco pide hacer su primera comunión y confiesa a su hermana pequeña Jacinta: “Hoy soy más feliz que tú porque tengo a Jesús en mi corazón”.

A las diez de la noche, antes de expirar, dijo a su madre: “¡Mira mamá, esa hermosa luz junto a la puerta!”, con una bella sonrisa angelical, sin sufrimiento ni quejas. El jovencito solo tenía 11 años. La Madre de Jesús se lo había prometido: vendría por él si rezaba mucho el rosario.

“Lo rezaba nueve veces al día y había hecho sacrificios heroicos” para evitar los pecados. Y cuando no le quedaban energías para recitarlo —“¡Oh, mamá! ¡Ya no me quedan fuerzas para decir el Rosario, y los Ave María que digo suenan vacíos!”, decía el muchacho, entonces su madre consolaba su alma llena de amargura diciéndole: “Si no puedes recitar el Rosario con los labios, dilo con el corazón. Nuestra Señora también lo escucha así ¡y estará igual de contenta!”.

Los restos de Francisco permanecieron en el cementerio parroquial hasta el 13 de marzo de 1952, día en el que fueron transferidos a la capilla a la derecha del altar mayor de la basílica de Nuestra Señora del Rosario en Fátima.

Justo frente a los restos de su hermana pequeña, depositada allí el 1 de mayo de 1951, un año antes. Junto a ellos, los restos de su prima, sor Lucía, depositados el 19 de febrero de 2006.

Las humillaciones de Francisco

El pequeño sufrió humillaciones cuando la noticia de la primera aparición de la Virgen se extendió por la aldea de Aljustrel, donde vivía con su familia. En el colegio se burlaban de él, incluso su propio maestro, que no creía en Dios, le acusaba de ser un “falso vidente”.

Pero Francisco nunca se quejó, soportaba todas las humillaciones, verbales y físicas, sin decir nada, hasta el punto de que sus padres nunca supieron nada de ello. “Sufriréis mucho, pero la gracia de Dios será vuestro consuelo”, había advertido la Virgen María a los tres pastorcitos.

Jacinta

Jacinta era la menor de los hermanos Marto, nacida dos años después de su hermano Francisco. En 1917, igual que su hermano, no sabía leer y, como él, todavía no había hecho su primera comunión.

Según su prima Lucía, era una niña vivaz y alegre, que iba siempre con el corazón en la mano. Muy sensible, también era un poco gruñona y bastaba poco para contrariarla.

Pero, al igual que Francisco, tenía cierta serenidad espiritual que debía al clima de gran fe que reinaba en su familia. En todas sus acciones parecía vislumbrarse la presencia de Dios y de la Virgen.

Arriba en las montañas, al abrigo de las miradas, disfrutaba con su hermano repitiendo en alto sus nombres. Él llegaba incluso a recitar el Ave María a los vientos, cuidando bien que el eco de cada palabra fuera perfectamente audible.

Es a Jacinta, según afirmó más tarde Lucía, a quien la Virgen transmitió una “mayor abundancia de gracias” y un “mejor conocimiento de Dios y de las virtudes”.

El retrato que Lucía hace de su prima es el de alguien “de corazón puro”, según informa el sitio web italiano de referencia sobre los santos y beatos santiebeati.itSus ojos hablaban de Dios, y ella era insaciable en materia de “sacrificios y mortificaciones”.

Al igual que Francisco, había quedado bien impreso también en el corazón de Jacinta la recomendación que les había hecho la Virgen durante su cuarta aparición (fueron seis en total): “Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores”, decía cada vez que se privaba de beber o de comer o padecía burlas o malos tratos.

Y siempre repetía: “Amo tanto al Señor y a la Virgen María que no me canso de decirles que les amo”. Y canturreaba sin cesar: “¡Dulce corazón de María, sed la salvación mía! Corazón Inmaculado de María, convertid a los pecadores, salvad a las almas del infierno”.

Al igual que con Francisco y Lucía, la promesa de la Virgen resonaba sin parar en el interior de Jacinta: “Sufriréis mucho, pero la gracia de Dios será vuestro consuelo”.

El “milagro” del ataúd

Como su hermano Francisco, Jacinta no vivió mucho. Enfermó al mismo tiempo que él de gripe española en 1918, pero murió un año antes que él, después de un largo mes de agonía. Durante este periodo, la Virgen se le apareció tres veces: “¡Oh, Mamá! (…) ¿No veis a Nuestra Señora de la Cova da Iria?”, exclamó un día.

Murió sola el 20 de febrero de 1920, como le había predicho la Virgen en una visión: “Nuestra Señora nos vino a ver, y dice que en seguida viene a buscar a Francisco para llevarle al cielo. A mí me preguntó si todavía quería convertir más pecadores. Le dije que sí”, relataría más tarde su prima llena de emoción (fatima.be). No era para sanarla, sino para que sufriera más “en reparación a las ofensas cometidas contra el Corazón Inmaculado de María”.

Jacinta murió sola, pero sin temor, porque la Virgen le había prometido venir a “buscarla para ir al Cielo”.

El féretro de la pequeña vidente fue depositado en la iglesia de los Ángeles. Y, cosa extraña, tres días después de su fallecimiento, se cuenta que su cuerpo desprendía un olor a flores, absolutamente sorprendente después de haber estado al aire libre y tras una enfermedad con un carácter tan purulento.

Nadie se lo explicaba. Además, sus labios y mejillas estaban de un bello color rosado, como si la pequeña siguiera viva.

El 12 de septiembre de 1935, sus restos fueron transferidos de Vila Nova de Ourém a Fátima. Cuando abrieron el ataúd, los asistentes pudieron constatar que el rostro de la vidente permanecía intacto. Y permaneció igual durante la exhumación definitiva en la basílica, el 1 de mayo de 1951.

Enviaron una fotografía del rostro de Jacinta a Lucía, que a su vez la envió al obispo de Leiria, José Alves Correia, haciéndole partícipe en una carta de su deseo de que un día el Señor tuviera a bien darle “la aureola de los santos, por la grandísima gloria de la Santa Virgen”.

Después de esta carta, el obispo portugués pidió a Lucía que escribiera todo lo que sabía sobre la vida de Jacinta. Estos escritos constituyeron la primera de las seis partes de las Memorias de la hermana Lucía, publicado en 1935.

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