Al inicio del cristianismo se encuentran personajes históricos que, viviendo intensamente las esperanzas mesiánicas, se transformaron en lazo de unión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.
Entre estos aparecen los padres de la Virgen María, Joaquín y Ana; los ancianos Simeón y Ana, que recibieron en sus brazos al Niño Jesús en la presentación al Templo y el gran matrimonio de Zacarías e Isabel, padres de san Juan Bautista, de los cuales el Martirologio Romano hace hoy memoria.
Los dos cónyuges ancianos eran descendientes de la tribu sacerdotal de Leví y contrajeron matrimonio dentro de la misma tribu.
Vivían en una pequeña aldea de Ain Karim, situada a pocos kilómetros de Jerusalén. El hecho de no tener hijos era una humillación, casi un castigo de Dios.
Esta condición debió haber llevado a Zacarías e Isabel a intensificar sus oraciones a Dios.
Cuando toda esperanza humana de tener hijos había desaparecido, el ángel Gabriel se le aparece a Zacarías en el ejercicio de sus funciones sacerdotales en el Templo y le dice:
“No temas, Zacarías, porque tu petición ha sido escuchada; Isabel, tu mujer, dará a luz un hijo, a quién pondrás por nombre Juan; será para ti gozo y alegría, y muchos se gozarán en su nacimiento” (Lc 1,13–14).
Isabel quedó embarazada y se retiró al silencio y a la oración, aguardando el nacimiento de Juan.
María, prima de Isabel, también estaba embarazada. Y partió entonces con prontitud y fue al encuentro del santo matrimonio con el fin de congratularse con su prima y ayudarla en los delicados preparativos del parto.
La Virgen María se quedó con Zacarías más o menos tres meses, hasta el nacimiento de Juan Bautista. El Evangelista San Lucas no dice nada sobre el futuro de Zacarías e Isabel.
La tradición de la Iglesia Romana y Oriental siempre tributó a los padres de san Juan Bautista la veneración que merecen por el propio elogio del Evangelio que dice: “… los dos eran justos ante Dios, y caminaban sin tacha en todos los mandamientos y preceptos de Señor” (Lc 1,6).