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San Francisco de Paula

Ermitaño fundador de la Orden de los Mínimos, con una consigna: "Cuaresma perpetua"

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San Francisco de Paula, ermitaño, fundador de la Orden de los Mínimos en Calabria, prescribiendo a sus discípulos que viviesen de limosnas, no teniendo propiedad ni manipulando dinero, y que utilizasen sólo alimentos cuaresmales.

Llamado a Francia por el rey Luis XI, le asistió en el lecho de muerte, y célebre por la austeridad de vida, murió a su vez en Plessis-les-Tours, junto a Tours.

Nació en Italia en 1416. Le pusieron por nombre Francisco porque sus padres habían deseado por quince años tener un hijo, y al fin, al rezarle a san Francisco de Asís, obtuvieron que naciera este niño.

Cuando tenía unos pocos años se enfermó gravemente de los ojos. Se encomendó junto con sus padres a san Francisco y este santo le obtuvo de Dios la curación. En acción de gracias se fue a los 14 años en peregrinación a Asís, y allá recibió la inspiración de irse de ermitaño solitario a rezar y a hacer penitencia en la soledad de un monte.

Pidió permiso a sus papás y por cinco años estuvo escondido en la montaña, rezando, meditando y alimentándose solamente de agua y de yerbas silvestres y durmiendo sobre el duro suelo, teniendo por almohada una piedra.

Varios hombres más se fueron a seguir su ejemplo y Francisco tuvo que fundar varias casas para sus religiosos. Y en todos sus conventos puso una consigna o ley que había que cumplir siempre: “Cuaresma perpetua”. Miles de hombres decidieron abandonar la vida pecaminosa del mundo e irse a la comunidad religiosa fundada por san Francisco de Paula, les puso el nombre de “Hermanos Mínimos”.

El Sumo Pontífice envió un delegado para que averiguara cuán segura y cierta era la santidad de Francisco. El delegado pontificio le preguntó si sus religiosos serían capaces de resistir toda la vida a ese reglamento tan severo que les prohibía comer carne, queso, leche y huevos y tomar licores.

El papa Pablo VI dijo en 1977 que san Francisco de Paula es un verdadero modelo para los que tienen que llamarles la atención a los gobernantes que abusan de su poder y que malgastan en gastos innecesarios el dinero que deberían emplear en favor de los pobres.

San Francisco solía decirles que en el día del juicio le dirían aquellas palabras que Jesús, Dios nuestro Señor dijo en el Evangelio: “Dame cuenta de tu administración” (Lc. 16,2). Y les repetía lo que decía San Pablo: “Cada uno tendrá que presentarse ante el tribunal de Dios, para darle cuenta de los que ha hecho, de lo bueno y de lo malo”.

Todo esto hacía pensar muy seriamente a muchos gobernantes y los llevaba a corregir los modos equivocados de proceder que habían tenido en el pasado. Al rey de Nápoles (Fernando el Bastardo) no le agradaba nada este modo tan franco de hablar que tenía el santo varón y dispuso mandarlo apresar. Al rey y a sus empleados les sabía cantar las cuarenta, diciéndoles que no se pueden hacer gastos en lujos mientras el pueblo se muere de hambre.

El rey le ofreció una bandeja llena de monedas de oro para que con ese dinero construyera un convento. El santo no aceptó el tal regalo, pero tomando en sus manos una moneda de esas, la partió en dos, y de ella empezó a brotar sangre que salpicó el vestido del mandatario.

El rey dobló la rodilla, y prometió que en adelante se preocuparía más por la suerte del pueblo pobre y necesitado. El rey Luis XI de Francia, que había sido bastante déspota y tirano y poco piadoso, tuvo un ataque de apoplejía (un derrame cerebral) y quedó con una enfermedad nerviosa que le hacía muy amarga su existencia y que lo puso de un mal genio tal que casi nadie se atrevía a acercársele.

Luis XI le escribió al papa Sixto IV y el pontífice dio la orden al santo de ir a visitar al rey enfermo. Con tristeza se despidió de su amada patria porque sabía que ya nunca más iba a volver a su bella Italia. Al llegar a Francia, las gentes se arrodillaban al verlo pasar, y el hijo del rey mandó construir una capilla en el sitio en el que por primera vez se encontró con este hombre de Dios.

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