Si las adversidades, la sequía interior y la fatiga nos sumergen en el frío y la oscuridad del invierno, recupera así el fuego del EspírituEl invierno es una estación austera. En la naturaleza adormecida, los árboles desnudos parecen privados de su savia y el suelo acorazado por la helada no permite vislumbrar en absoluto las futuras cosechas.
El frío entumece el cuerpo y carga sobre los más desvalidos una amenaza mortal. La luz, tan pálida y tan extraña, parece devorada por la noche.
Nuestras vidas espirituales también pasan por estos periodos en los que el alma está entumecida, sin fervor, sin gusto en la oración, sumergida en unas tinieblas persistentes.
Unas horas sombrías donde la acumulación de fracasos, decepciones y adversidades se empeña en destruir la esperanza; unos periodos de soledad en los que ya no sabemos dónde encontrar el calor de la ternura y la disponibilidad de un corazón que escuche y comprenda.
La primavera espiritual se está preparando
Todas las estaciones tienen su importancia. Y sabemos bien que, a pesar de las apariencias, la naturaleza trabaja en invierno preparando la deslumbrante eclosión de la primavera.
Los periodos de frío, de silencio, de oscuridad, de espera, donde todo parece morir, nunca son fáciles de atravesar, pero son una etapa necesaria.
La clave es vivirlos en la esperanza, sin dejar que el sufrimiento genere callo en nosotros, sin encerrarnos en las nostalgias y los remordimientos, sin dejarnos engañar por las apariencias.
Entonces, tarde o temprano, quizás cuando menos lo pensemos, la primavera llegará con su cortejo de alegrías, su alegre luminosidad y las promesas del verano.
¿Cómo se vive en invierno? Dentro de casa, cerca del fuego, en la intimidad del hogar. De la misma manera, los inviernos espirituales son una invitación a entrar en nosotros mismos para recuperar el fuego del Espíritu Santo que fundirá la escarcha de nuestra alma endurecida.
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No temamos el invierno
¿Has tenido la impresión de que ya no sabes rezar? A veces ya no sentimos en nosotros ese amor ni esa alegría, solamente un desierto helado donde Dios parece ausente.
Sin embargo, el fuego está ahí. El amor ardiente de nuestro Dios sólo quiere calentarnos.
Para encontrarlo, debemos aceptar descender a las profundidades de nuestras tinieblas, nuestras heridas, nuestras fragilidades. Que nos reconozcamos como pobres y pecadores.
No temamos el invierno: Jesús mismo quiso unírsenos en el frío para liberarnos de él.
A pesar de las apariencias, esas largas semanas o incluso años en que toda oración nos parece vana, y tenemos la impresión de estar lejos de Dios, son en realidad momentos de elección.
Nos es dado entrar en la intimidad de Aquel que, por amor a nosotros, descendió a lo más negro de la agonía.
La noche del invierno es una puerta abierta a la Luz, si aceptamos sumergirnos en ella. Aunque no lo sintamos, estamos muy cerca del fuego ardiente del amor de Dios.
Y el aparente muro que nos separa es justamente una protección, para que podamos estar cerca de Él sin quedar calcinados.
Señor, eres nuestra esperanza
Es la esperanza la que nos enseña esto. Si la esperanza fuera el fruto de nuestros razonamientos, de nuestras impresiones o de nuestra experiencia, no resistiría mucho tiempo a los rigores del invierno.
Pero la esperanza es un don de Dios. En la noche más negra, en los fríos más mortales, podemos repetir incansablemente:
Señor, eres nuestra esperanza
Poco importan las palabras, poco importa que las dirijamos directamente a Dios o que las hagamos llegar a través de María rezando nuestro rosario.
Lo que cuenta es este grito lanzado hacia Aquel que es “la resurrección y la vida”, este grito que transmite a la vez nuestra pobreza y nuestra confianza.
La victoria es nuestra
La primavera ya está aquí. La resurrección, victoria absoluta de Jesús sobre todas las noches y todos los inviernos del mal, ya es nuestra. “Con él resucitaron”, afirma san Pablo. “Cristo los hizo revivir con él, perdonando todas nuestras faltas” (Col 2, 12-13).
No es solamente un futuro: es una realidad ya presente, aunque no podamos vivirla aún en su plenitud.
Estemos atentos a los signos que, en el centro mismo de nuestros inviernos, revelan la presencia de la primavera –en la sonrisa de un amigo, en un instante de paz profunda o en una pequeña alegría imprevista– y sepamos dar gracias por ello.
No hay nada como la alabanza para apresurar la venida de los días hermosos.
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