La Palabra, fría al principio transmitirá su llama si la frotamos un poco con nuestro corazón. Pero ¿sabes hacerlo?
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Pequeño ejercicio práctico. Toma un folio de papel y, después de haber leído cuidadosamente el Evangelio, ciérralo y escribe lo que hayas retenido. Relee el texto y compara tu copia con el original. Sin duda, habrá lagunas, imprecisiones, ángulos muertos y falsedades.
En pocas palabras, muy a menudo leemos en un texto lo que queremos leer. La atención verdadera es una cuestión de amor.
Cuando el amor desea para sí mismo, la memoria es siempre selectiva. Pero si el amor quiere agradar, entonces el ojo y el oído retienen hasta el más mínimo detalle.
Así que la atención, como la buena memoria, son unas pruebas temibles. Incluso a la hora de probar nuestro amor hacia el Señor y su Palabra.
Conocer y abrazar la Palabra
Si escuchamos “helado de chocolate” o “tarta de la abuela”, entonces nuestra mente se despierta. Está escuchando. La realidad que se ha formado nos atrae.
Así es con el Padre cuando escucha a su Hijo: Él lo ama. Sus palabras son su palabra. El amor que el Padre tiene por su Hijo produce en Él una realidad que Le atrae hacia el Hijo, como me aspira la imagen de una tarta…
Esta realidad que se forma en Dios hacia el Hijo y que los une, eso es el Espíritu, que ha sido representado de distintas maneras:
Si nos es dado, nuestro espíritu se vuelve como el del Padre, imantado a través del Hijo. Las palabras del Hijo se vuelven nuestras, sus pensamientos más preciados que los nuestros.
¡Mejor! Buscamos en sus palabras el sentido pleno para restituir el poder y los matices de sus sabores. Moldeado por la Escritura, nos gustaría conocerlo personalmente y besarlo… como un enamorado besa una carta de amor.
La Palabra, fría al principio, como una piedra de sílex, transmitirá su llama si la frotamos un poco con nuestro corazón.
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