Mal tiempo, demasiado trabajo, la pantalla del móvil rota, un paquete que no llega nunca… Cada día que nos da Dios, encontramos siempre miles de buenas razones para refunfuñar. Pero en una dosis demasiado alta, estas quejas se vuelven insoportables para nuestro entorno. Y es que saber quejarse cuando hace falta sin volverse un pesado insoportable, ¡es todo un arte!Querido amigo protestón, hay una buena noticia para ti: tu fuente de inspiración es del todo inagotable. Porque la vida en familia, en el trabajo, entre amigos, vamos, toda la vida sin más, es una indestructible máquina de fastidio continuo.
Pero el problema es encontrar a quién quejarse. El niño llorón ya tiene dificultades para encontrar una oreja compasiva, así que un adulto, ya me dirás…
No es fácil desahogarse con los seres queridos, menos aún con los más cercanos, nuestro marido o mujer.
Tiene una eficacia limitada: solo queríamos quejarnos del estado del jardín y al cabo de dos segundos nuestro interlocutor ya se ha puesto a reparar el motor del cortacésped.
Sin embargo, no buscamos una solución inmediata, lo que necesitamos primero es quejarnos, decir lo que no funciona y por qué y cómo no funciona.
Y nos encontramos con nuestro paquete de dolencias sin descargar, con nuestro gran saco de piedras siempre bajo el brazo.
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De las jeremiadas…
De ahí el interés por el amigo con oreja sobre-entrenada al que poder quejarnos del cambio climático sin que se abalance sobre los aspersores automáticos.
Pero quejarnos a nuestro marido o a nuestra esposa, o peor, a nuestros hijos, por todas sus carencias reales o supuestas y del funcionamiento general del mundo no sirve de gran cosa.
Porque la queja contiene este mensaje: “Tú decides mi suerte”.
Sin embargo, el otro no es el dueño de nuestro destino, no tenemos que hacerle cargar con esta responsabilidad, no tenemos que mantenerle en esta ilusión, no es todopoderoso.
En definitiva, el indignado perpetuo suscita ganas de huir, es deprimente y contagioso, y termina por hacer el vacío a su alrededor. Esta es la mala noticia.
…a las “Lamentaciones”
Así que, si tenemos necesidad de quejarnos, por suerte Dios nos conoce muy bien: Él está siempre preparado para recibir nuestras insatisfacciones, pequeñas y grandes.
Olvidémonos de la jeremiada de tercera división y atrevámonos a una lamentación auténtica, extraída del corazón de los Salmos.
Llorar “Desde lo más profundo te invoco, Señor” (Sal 130,1), decirle “Tú decides mi suerte” (Sal 16,5b), no es agobiarlo con reproches, sino en realidad hacerle una declaración de amor.
Mejor que marear a nuestra familia con gimoteos inútiles es asediar al mismísimo Dios. El corazón de Jesús es de una dulzura inacabable y Él nos escuchará hasta el final sin levantarse para ir a mirar el correo mientras hablamos.
Él, que pasó por la Cruz, se toma muy en serio el lamento del que se siente impotente, fatigado, solo o abandonado.
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El tiempo que pasamos con Jesús resucitado nos restaura en la alegría y nos hace capaces de cantar de nuevo: “Tú convertiste mi lamento en júbilo” (Sal 30,12).
Dejemos de recurrir a la queja y pasemos al bello arte de las Lamentaciones, las que engendran alabanza: “Me ha tocado un lugar de delicias, estoy contento con mi herencia” (Sal 16,6). ¡Alegría contagiosa asegurada!