Como laicos, estamos tentados en considerar la evangelización como la actividad del cristiano de enfrente, del otro, de alguien que está más avanzado que nosotros en el recorrido de la fe o alguien más joven, o más maduro, o más disponible o más experto...
Atrevámonos a considerar la evangelización, no como una culminación, sino como la fuente de nuestra relación con el Señor. No tenemos más que decir una palabra: “Abre mis labios, Señor, y mi boca proclamará tu alabanza” (Sal 51, 15-17).
Una fuente de alegría
Evangelizar es desplegar en uno la presencia del Espíritu Santo. Él nos hace decir “Padre”, nos hace reconocer que Jesús es Dios, solo Él abre nuestros labios y eleva la alabanza en nuestra boca. Sin embargo, dar a conocer al Señor a las naciones es proclamar la alabanza de su nombre.
El Espíritu Santo nos da entonces su fuerza para atrevernos a hablar a alguien que no conocemos y decirle: “¿Conoces a Jesús? Es tu Salvador”. Él nos da su inteligencia y su sabiduría para hablar con delicadeza, viene a hacerse presente en nosotros y nos inspira, desde el momento en que hacemos un llamamiento a sus dones.
No es solamente dar a alguien la oportunidad de conocer al Señor y la Iglesia; es también revitalizarnos nosotros mismos en nuestro interior. Por eso la evangelización por anuncio es una fuente de alegría tan grande.
El deseo de evangelización también ahonda en nosotros el deseo de intimidad con el Señor. Si nos acercamos a transmitir la fe a un grupito de niños, de jóvenes, de transeúntes, ¿vamos a balbucear un discurso precocinado que finalmente se transformará en la aplicación mecánica de recetas publicitarias? ¡Seguro que no!
Es la persona viva de Jesús la que mostrará su rostro si, cerca de nosotros, el corazón de Jesús también late un poco. Ese corazón de Jesús –del que queremos dar a conocer su dulzura, su inmensa misericordia, su poder salvador– se acercará a ellos si todavía nos habla, nos maravilla y nos sorprende a nosotros.
Anunciar a Cristo resucitado
Por eso la evangelización es un motor de la oración, porque da ganas de pasar tiempo con el Señor: ¿qué diríamos del Señor si no Le conociéramos? Por eso habrá que conocerle. Y alimentar nuestra fe, nutrir la inteligencia de nuestra fe, si queremos tocar también la inteligencia de la persona a quien nos dirijamos.
Es entonces cuando la teología ya no quiere decir discurso para iniciados, sino tesoro inmenso que despliega ante nosotros la coherencia de los misterios de los que queremos dar testimonio. Entramos en el inmenso proyecto de Dios sobre nosotros, comprendemos cuál es la salvación que nos promete y por qué anunciamos a Cristo resucitado.
Además, evangelizar no es la última etapa de la vida del cristiano, más bien al contrario: es la fuente. Es una escuela de humildad –porque entonces todos nuestros defectos nos saltan a la vista–, pero también de santidad, porque la fe que proclamamos solo conmoverá a los corazones si nosotros mismos la ponemos en práctica.
Por Jeanne Larghero