Los Padres griegos valoraban el cuerpo, creado a imagen de Dios. En su obra de referencia Teología del cuerpo, el teólogo ortodoxo Jean-Claude Larchet nos muestra hasta qué punto, para ellos, alma y cuerpo estaban tan estrechamente unidos que, en palabras de Evagrio el Póntico, "todo movimiento del alma va acompañado de un movimiento del cuerpo, y todo movimiento del cuerpo, de un movimiento del alma".
El relato del Génesis según el cual el hombre es creado a imagen de Dios, capaz de semejanza (Gn 1,26-27), ha sido interpretado de diversas maneras por los Padres griegos. Algunos consideran que el hombre fue creado a imagen de Dios esencialmente por su espíritu.
Otros, sin embargo, como san Ireneo de Lyon (Contra las herejías) y san Juan Crisóstomo (Homilías sobre el Génesis), defienden la idea de que el cuerpo también fue formado a imagen de Dios.
Y con razón: según el Doctor de la Iglesia, san Ireneo de Lyon (140-200), el hombre fue creado más precisamente a imagen de Cristo, el Verbo Encarnado, habiendo previsto Dios la Encarnación del Hijo desde toda la eternidad…
El cuerpo es parte integrante de la persona y contribuye a su valor espiritual desde el momento de la concepción e incluso más allá de su vida terrenal
A los ojos de los Padres, explica el teólogo Jean-Claude Larchet, "el cuerpo es parte integrante de la persona y participa de su valor espiritual desde el momento de la concepción e incluso más allá de su vida terrena". Por tanto, no es bíblico ni cristiano considerarlo y tratarlo como una entidad independiente del alma y del espíritu a los que está vinculado, o como una realidad impersonal.
Los efectos del pecado original en el cuerpo
Por desgracia, el pecado original ha tenido graves repercusiones en nuestra condición y visión actuales de nuestro cuerpo. Al dejarse halagar y engañar por el maligno en forma de serpiente (Génesis 3), Adán y Eva cometieron un pecado de soberbia: ignoraron al Dios verdadero, con el que vivían en perfecta amistad, y se apartaron voluntariamente de Él.
A partir de ese fatídico momento, desarrollaron también, según Jean-Claude Larchet, "formas patológicas de apego a la realidad sensible y a sí mismos". Sus sentidos, que hasta entonces habían estado subordinados a la actividad contemplativa de sus mentes, estaban ahora subordinados a la búsqueda del placer y a la evitación del dolor.
El hombre caído se convierte en prisionero del placer y del dolor, y sus elecciones y acciones están espontáneamente determinadas por ellos.
Según san Máximo el Confesor, es en este momento cuando aparece "la madre de todas las pasiones", es decir, la philautia, la actitud pasional por la que el hombre se apega a su propio cuerpo a causa del placer que le proporciona. A partir de entonces, el cuerpo se convierte en un ídolo al que el hombre rinde culto.
Como señala Jean-Claude Larchet, "el hombre caído se convierte (…) en prisionero del placer y del dolor, y (…) es espontáneamente en función de estos como determina en adelante sus elecciones y sus acciones".
En nuestra sociedad occidental contemporánea, podemos pensar en ciertas prácticas de esta filia y disociación entre cuerpo y alma: la publicidad, donde el cuerpo se reduce a su función comercial, o la pornografía, donde los cuerpos son despojados de toda dimensión personal y espiritual, y reducidos al rango de objetos para despertar la lujuria y esclavizar a los hombres explotando sus pasiones más crudas.
El verdadero sentido de la diversión según los Padres
Lejos de guiarse por una forma de mojigatería, los Padres griegos concedían un gran valor al cuerpo y al placer. Sin embargo, su definición del placer dista mucho de la que le damos hoy. Para los Padres griegos, el verdadero placer es espiritual y consiste en el disfrute de los bienes divinos.
Ahí reside nuestra verdadera dicha, tal como la experimentaron Adán y Eva antes de la Caída. Además, como nos recuerda san Gregorio de Nisa (en La creación del hombre), Edén significa "goce". En efecto, en el paraíso, el hombre gozaba de una perfecta amistad con Dios, y todas sus facultades tendían armoniosamente hacia una vida en Dios, que le hacía feliz.
¿Cómo podemos proteger nuestro cuerpo?
Como consecuencia del pecado original, el hombre caído ha pervertido el uso de las facultades de su alma y de su cuerpo, sometidos ahora a sus propias pasiones, dando origen a toda clase de males. Aún hoy, esta tendencia a pervertir la verdadera vocación de nuestro cuerpo sigue alejándonos de la vida en Dios y, por tanto, de la "perfecta alegría" a la que estamos llamados (Jn 15,11).
¿Cómo podemos remediarlo y redescubrir una relación correcta con nuestro cuerpo y nuestra alma? En primer lugar, podemos tomar conciencia de que todo lo que tiene que ver con nuestro cuerpo dista mucho de ser inofensivo para nuestra alma, y aumentar así nuestra vigilancia sobre todo lo que miramos, escuchamos y sentimos. Este control sobre los deseos a veces apasionados de nuestro cuerpo es una de las cuatro virtudes cardinales, conocida como templanza.
En segundo lugar, podemos anclar nuestra esperanza en Cristo que, mediante su crucifixión y resurrección, ha vencido al mundo y nos ha liberado de las garras del pecado y de la tiranía del diablo. También nos da su Cuerpo y su Sangre en el sacramento de la Eucaristía, que nos asegura la vida eterna (Jn 6, 51).
Por último, pidamos a Dios la gracia de la castidad, para que nuestros sentidos sean los servidores de nuestro espíritu en la sumisión a Dios, y no al revés. En esta batalla espiritual, no dudemos en recurrir a la intercesión de la Virgen María, de los mártires de la pureza y, por qué no, de los Padres griegos, para que nos conserven puros y nos den la paz interior y, por tanto, la verdadera libertad de los hijos de Dios.