Todo el mundo está llamado a la santidad, pero ¿qué implica esto en la vida cotidiana?
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Estemos presentes en el presente. Dios nos invita a vivir en la santidad aquí y ahora, hoy, tal y como somos, allá donde estemos.
Por supuesto, es importante tener en cuenta el pasado, apoyarnos sobre él para construir mejor el presente, pero no sería sano para nosotros deleitarnos en él con nostalgia o rumiar nuestros remordimientos.
Demos gracias por lo que ha sido bueno, pidamos perdón por nuestros pecados, arrojemos todo eso en el fuego de la misericordia y estemos atentos a lo que es más que a lo que fue.
Y lo mismo con el futuro.
Siempre corremos el riesgo de encerrarnos en la ilusión del futuro mejor olvidando que el mañana se prepara hoy, o nos arriesgamos a consumirnos en la angustia olvidando que el temor a la cruz es peor que la cruz en sí misma.
“No se inquieten por el día de mañana; el mañana se inquietará por sí mismo. A cada día le basta su aflicción” (Mt 6,34).
No nos dejemos atrapar en las trampas del Maligno, que intenta siempre desviarnos del hoy de Dios. ¡Busquemos la santidad día tras día en los más pequeños detalles de la vida diaria!
Demos prioridad a nuestro deber de estado
Un padre de familia no tiene el mismo deber de estado que un monje, un estudiante o una anciana. Sin embargo, todos están bajo unas responsabilidades ligadas a su estado de vida.
El Señor quizás nos pida cosas excepcionales, como pidiera a veces a grandes figuras de la Iglesia. Pero primero nos pide cumplir con nuestras tareas ordinarias colmándolas de amor.
Hacer los deberes, redactar un informe, lavar la vajilla, sacar la basura… Los caminos de la santidad pasan por ahí.
Cuando una misión, por hermosa y emocionante que sea, nos desvía de nuestro deber de estado, incitándonos a descuidar a nuestro cónyuge, nuestros hijos, nuestros allegados, nuestros estudios o nuestras obligaciones profesionales, podemos deducir que no viene del Espíritu Santo.
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Vivamos en la misericordia
Intentar cumplir la voluntad de Dios sin vivir en la misericordia es arriesgarse, sin lugar a dudas, a caer en el orgullo o en la desesperación.
Si consigo hacer cosas bellas, terminaré por creer que soy capaz de lograr la santidad por mí mismo; si, por el contrario, no logro mantener mis buenas resoluciones, caeré en el desaliento.
Pero, en cualquier caso, estaré lejos de la pobreza de corazón que nos capacita para recibir el amor de Dios.
Incluso si la santidad pasa por actos de amor concretos, no perdamos de vista que no es la obra de los hombres, sino un don gratuito que viene de Dios.
Vivir en la misericordia se traduce, cotidianamente, en nuestra capacidad para perdonar y pedir perdón, en la bondad que nos impide juzgar a nuestros semejantes , en la manera en que sabemos reconocer nuestros límites y pedir la ayuda del otro, por la humildad de nuestra oración:
“Señor, ten piedad, soy pecador”.
Cultivemos nuestros talentos
Desconfiemos de la falsa humildad, que no es sino el disfraz de nuestra cobardía y nuestra pereza.
Es cierto, “el que se humilla será ensalzado” (Lc 14,11), pero a veces es más cómodo aspirar al último lugar para ahorrarse ejercer responsabilidades exigentes y desarrollar las riquezas propias.
La humildad es la verdad. Es ver todos los tesoros que Dios ha puesto en nosotros, recordándonos que Él nos los confía para hacerlos dar fruto.
Y la santidad es estar ahí donde Dios nos quiere: poco importa que sea a la cabeza de una gran empresa o detrás de la caja registradora de una tienda, siempre y cuando sea allí donde estemos llamados.
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¿Estás donde Dios quiere que estés?
Busquemos el Reino de Dios y el resto nos será dado por añadidura. Orientemos nuestras elecciones en función de nuestra vocación a la santidad.
Establezcamos prioridades, sobre todo en materia educativa: si el objetivo de la educación es ayudar a nuestros hijos a ser santos, muchas preocupaciones se vuelven secundarias.
Escojamos “la mejor parte” sin alterarnos por aquello que no vale la pena, no nos inquietemos por lo que sucede, no depositemos nuestra energía en ambiciones terrenales: la mayoría de los problemas adquieren una importancia relativa cuando los contemplamos bajo la luz de nuestra vocación eterna.
Simplifiquemos nuestra vida deseando solo una cosa: hacer la voluntad de Dios.
Por Christine Ponsard