¿Te cuesta ver que pueda existir una relación entre el exceso de peso y la vida cristiana? ¿Crees que un tema así debería aparecer más bien en otro tipo de medios que hablan de los inevitables consejos dietéticos durante el confinamiento (¡el frigo y el picoteo tienen el viento en popa!)? Desengáñate, estos dos temas están muy relacionados…
Basta con mirar a nuestro alrededor para comprender que a las dietas y demás remedios adelgazantes les esperan buenos días. Aunque, por ahora, todo el mundo intenta mantener la línea, la preocupación podría crecer tanto para mujeres como para hombres de aquí al final de la crisis sanitaria debida al COVID-19.
En cierta medida, cuidar de la apariencia física es muy normal, incluso muy sano. Sin embargo, es sorprendente la importancia desmesurada que toman a veces estas preocupaciones.
Y más aún cuando se trata de cristianos, porque no parecen establecer ningún vínculo entre su régimen adelgazante y su Fe, entre el desánimo ante unos kilos superfluos (¡cuántas “depresiones” por motivos así!) y la Esperanza pascual. Esto que es cierto para adultos lo es también para niños, sobre todo adolescentes.
Ponerse totalmente en las manos de Dios
Sin embargo, la Fe no concierne solamente a una parte de quienes somos y de lo que vivimos. Creer significa poner toda nuestra confianza en Dios, ponernos totalmente en las manos de Dios, entregarnos por completo a Su amor. Es decir, ¡con nuestros kilos de más y todas las preocupaciones que nos ocasionan! Porque Cristo ha resucitado, toda nuestra vida se transformado, incluyendo las dimensiones más prosaicas.
Los kilos de más son un ejemplo entre muchos otros, escogido porque habla vehementemente a un gran número de personas. Pero podríamos emplear otros tantos ejemplos: ¡cuántas veces, en efecto, estamos tentados de vivir ciertos aspectos de nuestra vida “junto” a Dios y no en Él, como si algún aspecto de nuestra persona pudiera no concernirle! Corresponde a cada uno hacer un balance para discernir lo que sustrae de la luz de la Resurrección, lo que no vive en Dios.
Entregar el deseo de belleza a la luz de la Resurrección
“Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios” (Col 3,1), es lo que nos recuerda san Pablo. Tender hacia las realidades del cielo no implica despreciar nuestro cuerpo. Llamado a resucitar con Cristo, nuestro cuerpo está destinado a los “bienes del cielo”. La Resurrección nos invita a ver en nuestro cuerpo mucho más y mucho mejor que lo que nos cuentan las revistas de moda. La belleza, en efecto, es un “bien del cielo”: aspiramos a ella y es Dios mismo quien pone en nosotros ese deseo.
Sufrir las imperfecciones del cuerpo es justo, porque todos estamos hechos para la belleza, con nuestros cuerpos. Sin embargo, debemos entregar este deseo de belleza a la luz de la Resurrección. Pero para ello habrá que despojarlo de todo lo que implique impureza, búsqueda egoísta (cuando los kilos de más sofocan nuestra alegría o desvían nuestra atención), de orgullo (cuando queremos ser los más hermosos a cualquier precio) y de autosuficiencia.
Cuando un niño, un adolescente o nuestro cónyuge se queja de algo que le afea (o al menos así lo siente), no nos contentemos con decir “¡Eso no tiene importancia!”, porque sí es importante para él o ella. Sin embargo, la importancia que tiene es relativa. ¡Y es un signo positivo! Ese deseo de belleza revela que fue hecho para la Belleza, esa belleza sin mácula, sin límite, que estamos llamados a contemplar eternamente. Pidamos a Cristo resucitado que nos abra los ojos a esta belleza que ya nos es revelada en la luz de la Pascua.
Christine Ponsard