Millones de personas están sufriendo dolor y otros muchos problemas a causa del coronavirus y otros muchos dramas que nos afectan. ¿Podemos hablar de felicidad en medio de todo este sufrimiento? Hoy Día Mundial de la Felicidad, quizás es momento de replantear cosas…
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El deseo de felicidad está profundamente arraigado en cada uno de nosotros. Y por una buena razón, es Dios mismo quien lo puso en el corazón del hombre. Por lo tanto, es normal querer ser feliz: ¡para eso estamos hechos!
El truco es no equivocarse de felicidad.
En nuestra búsqueda de la felicidad, el Maligno busca atraparnos, haciendo que los falsos placeres y las satisfacciones mediocres brillen ante nuestros ojos.
Sin embargo, no pueden satisfacernos, porque no estamos hechos para una felicidad barata. Estamos hechos para la felicidad de Dios.
Cualquier otra pseudo-felicidad sólo puede decepcionarnos y dejarnos insatisfechos. A través de las Bienaventuranzas, Jesús nos recuerda nuestra vocación a la felicidad y describe sus “instrucciones de uso” (Mt 5, 1-2).
“No acumulen tesoros en la tierra”
El camino de la felicidad que Jesús nos invita a seguir es desconcertante: se trata de pobreza, lágrimas, persecuciones, hambre y sed. ¡Exactamente lo contrario de la idea de felicidad que tiene el hombre!
¿Acaso no soñamos con un camino fácil para nosotros y nuestros hijos? Básicamente, nos gustaría conciliar la conquista de la felicidad terrenal -comodidad material, éxito social, éxito, placeres- con la búsqueda de la felicidad eterna.
Pero Jesús es claro: “Entren por la puerta estrecha” (Mt 7, 13); “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga” (Lc 9, 23); “No acumulen tesoros en la tierra” (Mt 6, 19); “No se puede servir a Dios y al Dinero” (Lc 16, 13).
Tenemos que elegir: ¿realmente queremos la felicidad infinita de la que Dios quiere llenarnos? Si es así, sigamos resueltamente los pasos de Jesús.
No podemos ser tibios o tener dudas: un poco para Dios, un poco para el mundo. Es uno o el otro. ¿En quién confiamos: en el Señor o en nuestra cuenta bancaria?
¿Qué ambición tenemos para nuestros hijos: la felicidad eterna con Dios (en otras palabras: la santidad), o el éxito terrenal?
“Tampoco tienen que preocuparse por lo que van a comer o beber; no se inquieten, porque son los paganos de este mundo los que van detrás de esas cosas. El Padre sabe que ustedes las necesitan. Busquen más bien su Reino, y lo demás se les dará por añadidura” (Lc 12, 29-31).
¿Es tan difícil alcanzar la felicidad eterna con Dios?
La felicidad que viene de Dios no es una promesa lejana; es ofrecida a nosotros desde hoy.
Si leemos cuidadosamente las ocho Bienaventuranzas, como nos informa san Mateo, notamos que la primera y la octava están en el presente: el Reino es ahora dado a aquellos que lo buscan.
Quien desea lo que es correcto a los ojos de Dios, quien espera todo de Él, saborea desde hoy la alegría del Cielo, de manera concreta y palpable.
Jesús nos prometió que aquello a lo que renunciamos por su causa nos será devuelto cien veces de ahora en adelante (Mt 10, 29-30).
Buscar el Reino de Dios no implica que conozcamos sólo dificultades y amarguras aquí en la tierra: ¡al contrario! Por el contrario, cuanto más nuestro corazón está unido al Señor, más se abre a las alegrías de cada día, pequeñas o grandes, ¡pero muy reales!
Cuanto más buscamos el Reino, ¡más se nos da el resto!
El Reino de los Cielos parece difícil de alcanzar. Es una tarea que nos parece compleja. Sin embargo, el Señor ha puesto una sola condición: “Quien no se hace como un niño no es digno de entrar en él“.
La infancia es sinónimo de amor sin límites, de abandono a los padres en todas las cosas. El niño, como el pobre, es el que se confía incondicionalmente al amor de su Padre.
No nos atrevemos a apostarlo todo por Dios y a esperar nuestra felicidad sólo de Él porque tenemos miedo de la Cruz. Pero Dios no envía el sufrimiento: Él da la alegría, ahora mismo.
Y cuando nos encontramos con una prueba, nos ofrece vivirla con Él, en lugar de someternos a ella, y así encontrar un anticipo de la felicidad eterna. ¿Lo queremos?
Por Christine Ponsard