Nuestro mundo es hermoso, pero no lo contemplamos lo suficiente. Sin embargo, no importa la edad, nos corresponde alabar la Creación, dejar espacio para el asombro, esta capacidad de ver el mundo como un regalo de Dios
Los periódicos, la radio y la televisión derraman cada día sobre nosotros un torrente de lamentaciones y desastres de todo tipo. Tanto que podemos olvidarnos de maravillarnos… “Los pueblos felices no tienen historia”, dicen, y es probablemente por eso que el amor de verdad, la fidelidad, la belleza, la entrega y la alegría no aparecen en los titulares… ni en la mayoría de las conversaciones. No obstante, el asombro es una de las cualidades de la infancia, de las que hacen que Jesús diga : “Te alabo, Padre, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños”.
El asombro no es un optimismo ingenuo, soñador y poco realista. Por el contrario, el asombro es la actitud que consiste en contemplar la realidad en toda su plenitud, en ver más allá de las apariencias desfiguradas por el mal. Saber maravillarse, tener capacidad de asombro, es hacerse presente a la presencia amorosa de Dios a través de todo lo que vivimos. Es mirar las cosas y a las personas con un corazón siempre nuevo, sin estar aburrido o agobiado. Es saber sorprenderse, acoger la vida cotidiana como un regalo. Es permanecer puro de toda codicia, de todo deseo de apropiación o dominación. Es importante forjar el juicio de nuestros hijos enseñándoles a discernir el mal. Es importante abrir sus ojos y sus corazones a los sufrimientos de los demás, enseñarles la compasión. Pero también es importante garantizar que no pierdan esta capacidad de maravillarse que es tan característico de los niños.
El arte de cultivar la admiración a diario
Primero sepamos cómo maravillarnos con ellos. Esto presupone que estemos realmente atentos porque el asombro no siempre se traduce en exclamaciones entusiastas. De hecho, suele ser lo contrario. Maravillarse con nuestros hijos no significa exprimir enérgicas exclamaciones ya que el asombro no es compatible con el ruido. Al contrario, es una forma de contemplación que se vive en lo íntimo, en este jardín secreto al que sólo Dios tiene acceso.
Maravillémonos con nuestros hijos y también delante de ellos. Si la maravilla es profundamente secreta y silenciosa, no es menos cierto que nuestras palabras y actitudes pueden promover o, por el contrario, asfixiar la capacidad de asombro. Sin callar sobre lo que está mal, sepamos también destacar lo que es bello y lo que es bueno. Tomemos el ejemplo de la familia: se habla mucho, con muchas cifras, del aumento del número de divorcios, pero se omite hablar de los esposos cariñosos y fieles. Hablamos con mucho gusto de las múltiples preocupaciones causadas por los niños, pero mucho menos de las inmensas alegrías que nos dan. ¿Por qué el refrán “niños pequeños = pequeñas preocupaciones – niños grandes = grandes preocupaciones” cuando raramente oímos “niños pequeños o grandes = grandes alegrías”? Podríamos dar cientos de ejemplos del mismo tipo.
La presencia de Dios en el centro de nuestras vidas
Cuando se pregunta a un niño, y más aún a un adolescente, sobre sus principales cualidades, suelen responder citando… ¡defectos! Esto es sintomático de una falta de confianza, de una perspectiva negativa. Es muy malo adular continuamente a un niño y elogiar sus innumerables cualidades en todas las ocasiones. Pero no es mejor criticarlo constantemente, hacer comentarios despreciativos o irónicos sobre su mal carácter, su larga nariz o su lentitud. Nunca se ayuda a un niño a crecer humillándolo. Esto no significa que no se le deba enseñar a reconocer sus errores y límites, o a aceptar serenamente los fracasos y las humillaciones. Pero nos corresponde a nosotros ayudarle a desarrollar todos los talentos que el Señor ha puesto en él. Y así discernir estos talentos, muy sencillamente y humildemente.
A menudo, cuando se les habla de los milagros de Jesús, los niños dicen: “¡Qué lástima que no estuviéramos allí! Qué bueno sería ver un milagro.” Enseñémosles a ver el mayor de todos los milagros: la presencia de Dios en el centro de nuestras vidas. Es maravilloso que Jesús convierta el agua en vino o cure a los enfermos, pero es aún más extraordinario que haya muerto y resucitado por cada uno de nosotros. Dios es de una belleza y bondad inimaginables, y el mal no tiene control sobre Él. Dios nos ama más allá de toda expresión, incluso hoy, donde nos encontramos con nuestro pecado y nuestras infidelidades. Dios vela por cada hombre con infinita solicitud. Él nos llama, ya desde ahora, a vivir como resucitados. Frente a tantas maravillas que nos son dadas cada día, en cada momento, no dejemos de maravillarnos con la mirada de un niño.
Christine Ponsard