Dios ama mucho a los humildes. Y yo poco lo soy. Y aún así me ama. Es impresionante. Ser humildes lo que más me cuesta. Recuerdo una tarde que salí en auto de la casa para realizar algunas compras. No había llegado a la esquina del semáforo cuando un camión blanco se me avalanza con imprudencia, casi golpea mi auto y me salió el Claudio que llevo dentro. “Vaya humildad tienes”, pensé.
Suelo pedirle a Jesús: “Hazme humilde Señor, dame tu amor para que pueda amar como Tú nos amas”.
¿Cuál es mi sueño? Tener tal grado de abandono en la voluntad Divina, que en un gesto de humildad y confianza pueda decir: “ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí”. O como san Francisco de Asís, “Soy solo lo que soy ante Dios”.
Esta Pandemia nos ha dado una gran lección de humildad. Reconocemos lo poco que podemos, y vemos actos de heroicidad silenciosos, callados, humildes. Sé de algunos, que salen en su tiempo designado para ayudar al prójimo, en lugar de dedicarlo a ellos.
Aleteia publicó el impactante testimonio de una enfermera del Hospital de Igualada, en España que enfermó de coronavirus y estaba esperando salir curada para regresar al hospital a cuidar enfermos, en los que veía a jesús. Vive en Igualada, donde está mi cuñada Alma. Le escribí, le envié el artículo y me respondió: “la conocemos”. Qué pequeño es el mundo.
Si tan solo recordáramos que somos hijos amados de Dios y por tanto, todo hermanos y que nos debemos los unos a los otros, todo cambiaría. En ese momento comprenderíamos que no hay motivos para sentirnos superiores, mejores, por encima de nadie.
¿Lo has notado? Constantemente somos probados en la humildad. ¿Te ocurre también?
Aprendamos de los santos, los más humildes, los que lograron esa particular “gracia”, de Dios.
La santa Biblia está llena de referencias sobre la humildad. Nos da mandatos claros…
“No hagan nada por rivalidad o vanagloria. Que cada uno tenga la humildad de creer que los otros son mejores que él mismo. No busque nadie sus propios intereses, sino más bien preocúpese cada uno por los demás.” (Filipenses 3, 4)
Este encierro obligado nos lleva al límite y en ocasiones decimos y hacemos lo que no debemos. Es una magnífica oportunidad para pulir nuestra forma de ser, y agradar a Dios en todo. Y salir renovados, cambiados.
“Pónganse, pues, el vestido que conviene a los elegidos de Dios, sus santos muy queridos: la compasión tierna, la bondad, la humildad, la mansedumbre, la paciencia.” (Colosenses 3, 12)}
“Señor, hazme humilde y bueno y santo, para ti”.