No imaginas la cantidad de personas que me dicen: “Yo me confieso solamente con Dios”, o “Me da vergüenza confesar mis pecados”. Hay pecados que parecen innombrables. Casi todos relacionados con los deseos carnales o el afán de poseer riquezas, a como dé lugar.
Sabemos que está mal, que ofende a Dios y aun así lo hacemos. Un santo decía: “El demonio nos quita la vergüenza cuando vamos a pecar y nos la devuelve cuando nos vamos a confesar”.
Recuerdo a un amigo que encontré después de muchos años, en la puerta del Santuario Nacional del Corazón de María. Ese día me sentía feliz, sentía la presencia amorosa de Dios. Era uno de esos días en que quieres amar a todos, perdonarlo todo, agradar a Dios en todos tus actos y que te mire complacido desde el cielo. Son días de agradecimiento a Dios.
“Te veo contento Claudio”.
Señalé dentro de la Iglesia, hacia al oratorio donde está Jesús en el sagrario.
“Es Él. Lo da todo por nosotros. Y me siento agradecido”.
“Quisiera sentirme como tú”, me comentó. “La vida es muy dura para mí. No me falta nada, parece que lo tengo todo, pero me siento cansado, infeliz”.
“’Cuándo fue la última vez que te confesaste?” le pregunté.
“Más de veinte años”, me dijo.
“Lo que me cuentas lo he escuchado antes. Te falta restaurar tu amistad con Dios. Tienes nostalgia de Dios, tu alma necesita a Dios, por eso nada te satisface. Sólo Dios llena el alma del hombre”.
“¿Cómo lo sabes?”
“Cuando Dios habita en ti, nada más te hace falta, nada más deseas, por eso cuido mi estado de gracia como un tesoro. Suelo decir: “Si pierdo la gracia, lo pierdo todo”.
No hablamos más, al poco rato se marchó. Meses después volvimos a encontrarnos en el mismo lugar, pero esta vez lo noté diferente, no se veía inquieto ni molesto y sonreía.
“¿Qué ha pasado? ¿Te ganaste un premio?”
“Algo mejor”, respondió, “me confesé”.
Lo miré sorprendido.
“Tenía muchos años sin confesarme. Le pedí ayuda al sacerdote para hacer una buena confesión. Fue amable conmigo. Empecé por los pecados que más me pesaban y que siempre oculté, para salir rápido de ellos. Cada pecado que confesaba era como una enorme y pesada piedra que me quitaba de la espalda. Entré encorvado, lleno de pecados y salí con la frente en alto y la dignidad de los hijos de Dios, sintiéndome liviano. No imaginas la alegría que experimenté cuando el sacerdote me dijo: “Tus pecados quedan perdonados”.
“¿Tanto te cambió?”
“Me siento otra persona. He mejorado mi relación con mi esposa, mis hijos. Soy más productivo en el trabajo. Y me va mejor que antes. Es increíble. Ahora comparto con el que no tiene, porque sé que todo lo que poseemos es prestado. Somos administradores, no dueños”.
Quería agradecerme el consejo y le pedí que no lo hiciera.
“Agradece a Jesús, en el sagrario”, le dije. “Es Él quien te ha dado la oportunidad de volver a empezar”.
Nos despedimos con un abrazo fraternal.
Como el suyo, he visto muchos casos de personas que luego de una buena confesión sacramental cambian, reinician sus vidas. Por eso te lo recomiendo. No tengas vergüenza ni miedo de confesarte.
No escuches al que te diga que debes hacerlo solo ante Dios. Tampoco estuches al demonio que hará lo imposible para que no logres confesarte. Te quiere en pecado, alejado de Dios.
La vida es muy corta y tu alma es muy valiosa. Decía santa Eufracia: “Un alma vale más que un mundo”.
¡Vamos! ¡Ánimo! El sacramento de la Reconciliación es un Tesoro que tenemos a nuestra disposición.
Te espera Jesús, en la persona del sacerdote, para perdonar TODOS tus pecados y que puedas tener una vida nueva.
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Un libro católico, precedido de la polémica. El libro del que todos hablan, de nuestro autor Claudio de Castro
“Atrapa al lector desde la primera página”.
“Tras la lectura de este libro fascinante, es inevitable la sensación que no estamos solos y que debemos volver la mirada a Dios”.
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