Dios actúa cada día con misericordia y se hace presente en medio de la humanidad, habita en nosotros sus hijos, solo que a menudo no lo reconocemos, nadie nos lo explica y no lo notamos. Nos inundan las malas noticias de los diarios, los problemas cotidianos y olvidamos nuestra relación de hijos amados por un Padre TODOPODEROSO Y BUENO.
Olvidamos que para Dios nada hay imposible.
Hay que experimentar a Dios. Entonces te das cuenta que no es lo mismo hablar de Dios que hablar con Dios, SENTIRLO VIVO en nuestro interior.
Pensaba en esto antes de iniciar la misa. Me gusta reflexionar en Dios en el mejor lugar, su casa. Me acordé entonces de aquella dulce ancianita que a veces me llama para compartirme sus experiencias con Dios.
Ella al final de cada misa se queda para agradecer tanta bondad y las gracias qué ha recibido. Quise hacer lo mismo. Muchos salían apurados. Es algo que siempre hago, pero esta vez fue diferente. Imaginé a Dios esperando que alguno regresara para darle las gracias. Conviene ser agradecidos. Suelo reflexionar en aquellos 10 leprosos que Jesús limpió, pasando entre Samaria y Galilea y solo uno volvió para darle las gracias.
Esta vez permanecí en mi banca orando, agradeciendo a Dios. Comprendí que tenía mucho por que agradecer. Un suave alivio me llenaba el alma, una paz sobrenatural, una alegría interior indescriptible.
Te das cuenta que es como si una venda cayera de tus ojos y puedes ver lo que antes no veías. Eso te vuelve agradecido. Comprendes también que esa gracia te la ha concedido el Espíritu Divino, al que pocas veces acudimos.
Luego de agradecer a Dios tanto amor me brotó del alma esta bella oración:
Ven, Espíritu Santo,
Llena los corazones de tus fieles
y enciende en ellos
el fuego de tu amor.
Envía, Señor, tu Espíritu.
Que renueve la faz de la Tierra.
Me he propuesto rezarla más a menudo, tener vida de oración, ser dócil a las inspiraciones del Espíritu Santo.
El Espíritu Santo es como una fuerza que te impulsa a llevar la Palabra de Dios y su amor a los demás. De pronto te atreves a parar a cualquiera en la calle y hablarle de Dios sin temor, con entusiasmo. Te sientes diferente. Sabes que hay como una fuerza en tu interior y que no viene de ti. Y cuando terminas de hablar de Dios vuelves a ser otra vez tú, con temores y debilidades. Es una experiencia maravillosa.
¡Anímate! Pide a Dios su Santo Espíritu. Y Él te lo concederá.
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