Cuando llevo a los niños del cole a rezar al oratorio, asumo cierto “ruido”. Sinceramente, no creo que el Señor mire con malos ojos a una pandilla de pequeños compartiendo con alegría lo que son, lo que desean, lo que viven con dificultad… Hay movimiento, hay murmullo, hay inquietud… ¡Cómo les cuesta estar quietos y callados! Lo que me pregunto es si realmente tienen que estarlo. El oratorio es, claro está, un lugar distinto, especial. Allí está el Señor. Pero no sé si eso debe implicar sencillamente estar de manera ficticia como si Jesús nos fuera a echar un rapapolvo.
Creo que es bueno, sin embargo, que poco a poco tiendan a ir degustando y saboreando el silencio y la quietud. No por ser una falta de respeto al lugar o a Jesús sino porque uno necesita encontrarse con el Dios que lo habita, con el silencio que habla dentro, con lo mejor de uno, con su profundo. Orar no es hablar al Señor. Es hablar con el Señor. Y eso implica palabra y silencio, habla y escucha.
Y también creo que el oratorio tiene que propiciar una manera de estar. No porque Jesús se enfade si nos portamos mal sino porque el trato con el otro, con Jesús en medio, debe ser de otra manera. Nos tenemos que respetar. Nos tenemos que escuchar. Tenemos que irnos entrenando, desde pequeños, en la escucha activa, en intentar ponernos en el lugar del otro, acoger su situación, lo que comparte, lo que se calla, lo que nos cuentan sus ojos y su boca y sus gestos… No podemos estar hablando ni riendo… ¡pero no porque al Señor le moleste sino porque le molesta a alguno de nuestros compañeros!
La experiencia de ir en grupo a rezar, desde pequeños, nos aporta unas claves geniales para crecer en nuestro camino de fe y de práctica de la oración. Es verdad que la soledad ante el sagrario o ante la cruz o ante el Espíritu nos permite un “tú a tú” insustituible. Y es bueno fomentar en los niños que, desde pequeños, tengan esos ratos a la hora de acostarse, o de levantarse o al estar en la iglesia un rato. Pero no menos importante es la oración comunitaria que hace que el “Padrenuestro” sea real y que vincula de manera clara el amor a Dios con el amor a los otros; que nos enseña que la fe es un camino de “pueblo”, que la salvación no es simplemente una carrera unipersonal en la que juego yo con mis actitudes, mis virtudes, mis defectos… sino que es una carrera en la que lo que uno hace ayuda o estorba a los otros en su propio camino de salvación.
A veces me pregunto si los niños se dan cuenta de todo esto. La respuesta es clara: no. No se dan cuenta hoy pero creo firmemente que en su corazón, en su alma, queda inscrita una manera de relacionarse con el Señor que les ayudara el resto de sus vidas. De alguna manera, ir a rezar para ellos será algo que suscite en su profundidad un sentimiento y una emoción positivos. Seguro que cuando lo necesiten, recordaran esas palabras tan machaconas: “Dios te quiere siempre, Dios te espera siempre, Dios perdona siempre. Nunca te alejes de Él. Y si te alejas, no tengas miedo de volver.”
Un abrazo fraterno – @scasanovam