La primera parada de esta Cuaresma es, como siempre, el desierto. El desierto es un lugar trascendente por el que todos pasamos alguna vez en la vida. El desierto es un lugar de encuentro con Dios, una oportunidad. No es una maldición, ni un castigo, ni un sufrimiento. Es, sencilla y llanamente, lo que es, ni más ni menos. Es silencio, soledad, aridez, tentación, prueba.
Cuando miro mi vida me reconozco hoy, en parte, en un desierto. Me siento a medias de un camino, como el pueblo de Israel al salir de la esclavitud de Egipto. Un entretiempo en el que uno siente que Dios le ha sacado de una tierra para llevarlo a otra mejor pero aún no ha llegado la plenitud de esa promesa. El camino no es fácil. Llega el cansancio sin ver lo prometido… sin degustar los frutos del paraíso.
Posiblemente es imprescindible que en nuestra existencia, a nivel espiritual, pasemos por aquí. Nos encantaría disfrutar siempre de la fiesta, la compañía, la belleza, la abundancia, la claridad… pero todos estaríamos de acuerdo en afirmar que no es real. La vida no es así. Y no es que Dios me envíe sufrimientos y prueba a mi vida, para probarnos como si fuéramos conejillos de indias. Pero la prueba forma parte de esto. Nuestra fidelidad, nuestra fortaleza, nuestra coherencia, nuestra dignidad, nuestra confianza… son probadas una y otra vez en el tiempo de desierto.
La Cuaresma viene a recordarnos esto. Todo el que quiere seguir a Jesús debe pasar, como él, por aquí. No hay atajos. Y debemos afrontar esto como oportunidad. Porque del desierto Jesús sale listo y preparado para comenzar su ministerio. Recordemos que el desierto es el primer capítulo de tres años llenos de luz, de milagros, de curaciones, de predicaciones, de encuentros, de cenas y comidas, de conversiones, de oración y mucha fe. Jesús comprobó en el desierto que no iba a afrontar solo el camino. Jesús comprobó que las tentaciones llegarían y que serían vencidas, con la ayuda del Espíritu, por su especial relación con el Padre.
Y si el desierto es comienzo, es también final. Getsemaní no deja de ser una vuelta a este lugar inhóspito donde la mayor prueba acontece: la prueba de ser quien uno es, de permanecer fiel a la misión encomendada y a toda una vida de confianza y entrega a Dios.
Comencemos la Cuaresma vacíos. Hagamos el esfuerzo. Hagamos silencio. Vaciémonos de todo. Simplemente caminemos. Sin miedo a la tentación, que llegará. La tentación de utilizar a Dios a nuestro antojo, de poner a prueba su amor, de sabernos queridos, de no necesitarlo.
Un abrazo fraterno – @scasanovam