Hay abuelos que directamente les piden a sus hijos que los metan en una residencia. No quieren molestar, dicen. Prefieren no dar trabajo y dedicar todos sus ahorros a una estancia agradable en un lugar preparado para ancianos. No voy a ser yo quien juzgue la situación de cada cual, la de cada abuelo, la de cada hijo, la de cada familia… pero como vez esto está cada vez más extendido… pues como que me está dando que pensar.
Creo que esta sociedad del bienestar no sólo lleva a descartar a niños, jóvenes y ancianos sino que está empezando a desarrollar en estos colectivos argumentos ciertamente tramposos. Porque que un abuelo quiera irse a una residencia por no molestar es, ciertamente, un argumento tramposo.
En el fondo, no querer molestar es, en parte, no aceptar el don de estar en manos de otro, bajo el cuidado de otro, bajo el cariño de otro, bajo la batuta de otro. Es haberse pasado una vida entregándola por los hijos y por los nietos y, de repente, ahora que toca ser cuidado, no querer pasar el trago. Y además, por si fuera poco, vestimos el argumento de un falso amor que, en el fondo, puede esconder una imperceptible, pero no por eso falsa, soberbia.
Cuando Jesús advirtió a Pedro, en el marco de la última cena, que o se dejaba lavar los pies o nada tendría que hacer a su lado, le estaba lanzando un mensaje muy claro: el amor no sólo es algo que se da, sino que también es algo que se recibe. ¿Ama realmente quién no se deja amar? La lógica de Dios es siempre la lógica del don, nunca del esfuerzo. Seguimos llevando en las venas esa concepción activista de quien se cree protagonista en su propia historia de salvación. Seguimos pensando que llegaremos al cielo en función de cuánto hayamos hecho y cuántos preceptos hayamos cumplido. Seguimos empecinándonos en que salvarse depende de uno. ¿Qué pinta Dios y su misericordia en todo este planteamiento? Es justamente al revés. El amor de Dios es siempre un regalo, no un veredicto, no un premio. La salvación ya está concedida, la Tierra Prometida ya ha sido conquistada, el Reino ya está aquí, el banquete está servido, la fiesta ha comenzado… La pregunta es si estoy dispuesto a aceptarlo.
Decir sí al amor es dejar que el otro me quiera en mi pequeñez, en mi debilidad, en mi fragilidad. Decir sí al amor es saber que no me aman porque me lo merezca sino porque quieren amarme. ¡Es esto lo que lo cambia todo!
Es verdad abuelo, abuela. Puede que molestes, que importunes… Puede que los planes de tus hijos a veces se vean perturbados por tu causa o que tus nietos se enfaden a veces contigo. Pero puede también que quieran quererte pese a todo eso. Puede que no te pidan nada a cambio. Puede que pongan lo mejor que tienen para que tú estés bien. Déjate, con humildad. Déjate. Dejemos las residencias para otros escenarios.
Un abrazo fraterno – @scasanovam