Vivimos de nuevo tiempos difíciles en la Iglesia tras el dictamen del Gran Tribunal de Pensylvania y los posteriores acontecimientos en torno a las acusaciones vertidas por el ex-nuncio Viganó contra varios cardenales, personas de responsabilidad en los últimos años en la Curia, y contra el propio Papa Francisco.
No voy a entrar en discusiones y trifulcas. Es bastante descorazonador leer a algunos católicos estos días, queriendo pescar en aguas revueltas. Es triste comprobar los efectos del poder, la influencia, el prestigio, la calumnia… del pecado en definitiva, que también nos afecta. Es doloroso el silencio de otros muchos, católicos de a pie y pastores, que, acostumbrados a usar las redes sociales para denunciar el pecado del mundo, de «los otros», callan ahora y no son capaces de decir ni una palabra.
Lo que no nos podemos permitir es volver a situarnos de nuevo, como institución, en el centro de esta historia y arrebatar de nuevo a las víctimas el lugar que les corresponde. Porque mientras perdemos energías en debatir, discutir, acusar, señalar e, incluso, de elucubrar acerca de causas y soluciones, las víctimas siguen ahí, sumidas en historias desgarradoras que han teñido sus biografías, y las de sus seres queridos, de un inmenso dolor. De nuevo nuestra errónea tendencia a creernos el ombligo del mundo.
De todo aquello que es un crimen no hay mucho que hablar. Los criminales, sean sacerdotes, religiosos o laicos y seglares, deben pagar por sus actos. Y la institución, la Iglesia, debe colaborar con la justicia y dedicarse a ser samaritana de aquellos que han sido abandonados en los caminos de la vida, heridos por aquellos que acompañaban sus vidas y su fe. Había que pedir perdón, como hizo el Papa. Y hay que hacer más. Hay que empatizar y compadecerse. Padecer con aquellos que tanto han sufrido. Hacer nuestro su dolor y cargar con él. Hay que escuchar. Y entender. Y llorar. Y corregir. Y escuchar más. E intentar sentir lo que ellos sienten. Porque la época de las palabras y los deseos no se sustenta ya. Las personas necesitan comprobar que sí, que efectivamente hay un cambio. Y no hay cambio sin escucha. No hay cambio sin situar en el centro a los verdaderos crucificados de esta historia.
Y los que quieran seguir debatiendo sobre papas, cardenales, curias, obispos, informes, curias y entresijos varios, que lo hagan en los foros donde corresponde. La política eclesial, que a muchos encanta, no es mi tarea. Rezaré por todos, eso sí, pero no perderé el tiempo ni haré el ridículo hablando y opinando sobre lo que no sé ni me corresponde. Eso sí, cuidadito con las rumorologías, las difamaciones y los escándalos. Cuidado con ponernos al servicio de aquel que busca la división y siembra cizaña. Jesucristo, el Crucificado y Resucitado, no se encuentra ahí por mucho que algunos usen su nombre.
Un abrazo fraterno
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