No pretendo convencer a nadie haciendo apostolado. No soy de los que llaman a las puertas hasta que les abren, con el objetivo de soltar un discurso de libro, muy bien aprendido, y de no abandonar a mi presa hasta que ésta, exhausta, me dé algún signo de que mi mensaje ha calado en su corazón o en su mente. No soy de esos. Yo soy de los que simplemente intento estar cerca de la gente. Cuando compartes la vida con las personas y eres capaz de aportar un poquito de alegría a sus vidas, su mente y su corazón se abren más fácilmente que con treinta discursos perfectamente revisados.
Tengo la experiencia de que la alegría es un arma de evangelización masiva y que, sin decir nada más, contagias una manera de vivir que hace que las personas, por lo menos, bajen su guardia. Y una vez todos estamos con la guardia bajada es cuando podemos abrirnos, no sólo a charlas, a reír, a tomar un café, a salir con los niños… sino también a hablar de la vida, de Dios, de la Iglesia… A mí me sorprende muchas veces cómo hay personas que me preguntan dudas sobre la Iglesia o que incluso emiten quejas airadas para explicarme por qué no van a misa o por qué se han distanciado. Y me parece muy bien. Y a ellos también, entre otras cosas porque no saco casco y escudo para defender a ultranza mi postura, mi fe, mi Iglesia.
Evangelizar tiene que ver con muchas cosas pero, desde luego, no con defenderse, ni con atacar. Plantear la evangelización y el apostolado como la firme lucha con la que ganar y conquistar almas ajenas… no suele funcionar hoy en día, y eso sin profundizar en el sentido propio de la evangelización. No hace falta más que mirar el Jesús del Evangelio. Hizo de todo menos plantear su misión como una guerra, como una conquista. Para eso ya estaban los zelotes y otros muchos. Jesús se paseó, comió, habló, se encontró, acarició, acudió, sanó, tocó, miró, escuchó, perdonó… términos que, sinceramente, debemos convenir que nada se parecen a un lenguaje bélico y frentista.
Me duele comprobar, día sí, día también, la estrategia de muchos católicos convencidos, eruditos, formados y, ciertamente, poco humildes, cuya principal tarea es recordarnos a los demás cómo no era Jesús de Nazaret y lo que no hacía. Es una pena, sí, aunque tal vez cumplen su función purificadora para que yo, mirándoles, me esfuerce cada día en alejarme de ellos siendo algo mejor de lo que soy hoy.
Un abrazo fraterno – @scasanovam