No soy persona que se enganche con los concursos. De niña no viví en casa fascinación por ellos. Y he crecido sin que me llamen mucho la atención. Pero por el camino se cruzó el que ahora es mi marido, que por nada del mundo se pierde una noche como la de hoy.
En mis hijos, en este asunto ha predominado el gen paterno. Poco he podido hacer. Y esta noche los tengo a los tres boli en mano haciendo sus particulares quinielas.
A mí estas transmisiones me resultan eternas; infumables en la parte de las puntuaciones. Pero he de darle la razón a mí marido en que, entre actuación y actuación los peques se llevan mucha culturilla en la mochila.
No está nada mal que sepan qué es un fado y ya de paso que se queden con nombres como Ana Moura o Mariza, que son palabras mayores. Por no hablar del repaso por la geografía europea.
Y como lo de la crítica televisiva en casa viene de fábrica, a base de ver actuaciones y comentarlas van aprendiendo a diferenciar dónde hay talento y dónde simplemente un golpe de efecto. Un ejercicio interesante en medio de tanto espectáculo.
Para mí el verdadero espectáculo está en ellos tres. En Sara, que se ha asustado cuando el espontáneo ha intentado quitarle el micrófono a la representante británica y que tenía claro que «su 10» iba para España. En Ángel que ha visto rápidamente que el pelirrojo alemán «se parece a Ed Sheeran». Y por supuesto en Irene, la animadora familiar, que cuando faltaban apenas quince minutos para que comenzara la gala de Eurovisión se ha encerrado en su habitación y rápidamente ha aparecido con unas cuartillas para que cada uno pudiera hacer sus apuestas.
Viéndolos a los tres no sé muy bien si veo madera de críticos musicales, televisivos o eurofans, aunque que somos un poco frikis de Eurovisión lo tenemos asumido. Lo que sí veo claro es que Eurovisión nos ha brindado la oportunidad de ver algo juntos en familia mientras aprendemos unas cuantas cosas. Para mí, sin duda y gane quien gane, lo mejor de toda la noche. @amparolatre