Hace unos días os expliqué que a nivel familiar vivo como si cada día fuera 8 de marzo. En la relación con mis hijos me doy cuenta de que las grandes revoluciones se fraguan a la luz de la lumbre.
Y mucho me temo que también los grandes dramas.
Cuando están cansados; cuando han tenido un mal día en el colegio y tienes que lidiar toda la tarde con un mal humor que no sabes de dónde viene; o en momentos en los que parece que están fuera de control es en los que más me gusta prestar atención a lo que dicen, porque es cuando salen los sapos y culebras que les duelen por dentro. Son situaciones en las que magnifican anécdotas o echan en cara cosas que no son del todo ciertas o requieren ser matizadas. En cualquier caso están ahí, enquistadas haciendo daño y hay que prestarles atención.
El caso es que por las tardes, normalmente soy yo la que lidio en solitario con mis hijos y todo lo que gira en torno a cada uno de ellos. Como tantas mujeres. Hay días que comienzo la tarde al cien por cien, otras llego a la puerta del colegio con un enorme peso en la mochila porque además de madre también soy periodista, hija, amiga…
Nada me ayuda más a sacar “mi mejor yo”, que que mi marido entre por la puerta cuando llega de trabajar y tome el relevo de aquello que me está sacando de quicio o que me diga, “tranquila, ya sigo yo con las mates, que bastante tienes tú”.
Precísamente el mismo Día de la Mujer, me decía una compañera con lágrimas en los ojos que se sentía fatal porque la tarde anterior al llegar a casa le habían echado en cara que estuviera estresada: “Cuando nosotras llegamos así a casa es que estamos histéricas; cuando son ellos les decimos que se sienten a descansar porque han tenido mucho trabajo”. Queridos esposos, si queréis contribuir a que estemos bien y a que tengamos las mismas oportunidades que vosotros, empecemos por aquí. Porque es en casa donde una coge fuerzas para salir a ” comerse el mundo”.
Y en la mayoría de los casos no necesitamos grandes cosas, simplemente una sonrisa, un “eres una buena madre”, un “ven, anda que te dé un abrazo”, un “vete tranquila un rato con tus amigas, que aquí todo estará bien”.
Estas son las cosas que ayudan, que construyen, que liberan y que dan alas para crecer. Lo otro pesa como una losa.
En cualquier hogar con niños, todo el mundo sabe que el final del día es el momento más delicado. Últimamente me he dado cuenta de en qué medida todos podemos poner nuestro granito de arena para que las últimas horas del día sean más llevaderas y más gratificantes.
Me explico.
Una de las rutinas inesquivables es leerle el cuento a nuestra benjamina, que no entiende que leas a toda velocidad porque estés cansada o que no cambies las voces para meterte en la piel de cada personaje. Es su momento y exige que te entregues al máximo.
Ayer “mi adolescente favorito” se ofreció a ser él quien le contara la historia a su hermana y la escena no pudo ser más tierna. El simple hecho de apreciar la estampa me sirvió para cargar las pilas, pero es que en la práctica me sirvió para ganarle unos minutos al día. Estas son las cosas que me ayudan a sacar una mejor versión de mí misma.
Las grandes batallas, tan necesarias, no están en mi mano, pero lo que sucede en mi casa, con mi marido y con mis hijos tiene una enorme repercusión en mi faceta como esposa, como madre o como profesional. Así que como os decía el otro día, la marea morada pasó, pero la lucha continúa. Y cada día, en nuestros hogares suceden muchas cosas a las que prestar atención, que nos pueden impulsar o hundir en la miseria.
Uno de mis principales propósitos es entrenarme en la observación y el análisis para que esos gestos constructivos y revolucionarios no me pasen desapercibidos, para animar y motivar “al personal” y que no se queden en excepcionales. @amparolatre