Un directivo tóxico es un líder cuyo comportamiento y estilo de gestión envenenan la vida de sus colegas. Insidioso y manipulador, crea un clima de miedo e incertidumbre, convirtiendo cada interacción en una fuente de estrés y tensión. En lugar de inspirar a su equipo con el ejemplo, consolida su autoridad sembrando la división y fomenta la competencia malsana, creando rivalidades artificiales.
Cambia de posición según sus intereses, juega con las emociones e ignora el sufrimiento que causa. Un directivo así no solo destruye la motivación y el compromiso de sus empleados, sino que altera su bienestar psicológico y el rendimiento general de la organización.
La espiral de la autoridad mal entendida
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El simple hecho de ostentar la autoridad es un estímulo para él. Investido por la institución que ha depositado su confianza en él, el directivo tóxico considera que su punto de vista es el mejor. Mejor aún, interpretará fácilmente como malintencionadas incluso las observaciones pertinentes.
Se rodea de cortesanos, excluye a quienes se atreven a llevarle la contraria y se aísla progresivamente de la realidad: la espiral paranoica no está lejos. Utilizando una retórica pseudomoral para justificar los abusos, fuerza el silencio.
¿Puede un directivo tóxico volver a ser humano y benévolo?
¿Por qué parece tan difícil un cambio así? La primera razón se encuentra en el hecho de que un directivo tóxico construye su poder sobre el miedo, la manipulación o la autoridad excesiva. Su identidad profesional está arraigada desde hace tiempo en estos comportamientos.
Entonces, ¿cómo reconocer que él mismo es el problema? En segundo lugar, un directivo que ha practicado la gestión tóxica durante mucho tiempo ha modelado su entorno. Suele estar formado por empleados que han aceptado o apoyan su liderazgo. Esta dinámica existente dificulta la transición.
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¿Cuál es la salida para los gestores tóxicos?
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En su Ética a Nicómaco, Aristóteles advierte: "El hombre que persigue aquellos placeres que están más allá de toda medida […] y eso por elección deliberada, y que los persigue por su propio bien […], ese hombre es un trastornado: porque tal hombre es necesariamente incapaz de arrepentirse, y en consecuencia incurable, ya que para aquellos que son incapaces de arrepentirse no hay remedio".
Este comentario parece aplicarse bien al directivo tóxico. Por tanto, la cuestión central no es tanto la de un improbable cambio ético del directivo como la del futuro de la organización y el bienestar de sus empleados.
Corresponde a la empresa y a sus directivos no dejarse llevar por la ilusión de una transformación positiva, sino reaccionar de forma pragmática. La primera opción es establecer controles y equilibrios: organizar una retroalimentación honesta, fomentar una cultura de transparencia y permitir que los equipos se expresen sin temor a represalias.
Esto puede limitar los abusos, pero a menudo no basta para desactivar comportamientos nocivos establecidos. La solución más eficaz será sustituir al mando intermedio tóxico por un directivo comprometido con el equilibrio entre el rendimiento y el bienestar de sus equipos.
¿Cuál es el resultado para los empleados?
Los propios directivos pueden ser tóxicos o cómplices de esa gestión, dejando a los empleados sin recursos internos. Algunos, sin embargo, consiguen oponerse con valentía. Pero la mayoría vacila.
En esta fase, es imperativo buscar ayuda externa -un psicólogo, un coach, un asesor jurídico, etc.- para tomar una decisión que todos se sientan realmente capaces de tomar.
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