El sacramento del matrimonio es un sacramento al servicio de la comunión y de la misión, del mismo modo que el sacramento del Orden (Catecismo de la Iglesia Católica, resumen nº 321). Comunión y misión responsable dentro de la pareja, por una parte, y hacia los demás, por otra. Dios mismo ratifica la unión de los esposos llamados a vivir su amor humano en la gracia divina. Puesto que Dios quiere que seamos felices, ¿deben los cónyuges esforzarse por hacer feliz al otro a toda costa?
En lugar de buscar la felicidad a toda costa, los cónyuges pueden buscar a Dios a toda costa. Darle un lugar especial en el corazón de su historia y de su hogar. La alegría de un nacimiento es una oportunidad para dar gracias a Dios por el don de la vida; un trabajo satisfactorio, unos hijos a los que les va bien, unas amistades preciosas son bendiciones que apoyan a los cónyuges en su camino hacia la Jerusalén celestial.
Cuando ambos cónyuges ven la vida de color de rosa, uno puede simplemente velar para que esta felicidad no eclipse al Señor. La responsabilidad está más bien en recordar de quién proceden estas bendiciones.
Confiar en el plan de Dios
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Pero cuando sobreviene la enfermedad, o el duelo de un hijo, o la depresión de un cónyuge, o el desempleo, o las tensiones familiares o las amistades desajustadas, ¿cómo reaccionamos? ¿Cómo pueden los cónyuges convertirse en guardianes de su pequeña iglesia doméstica? ¿Cuál es su responsabilidad?
"Venid a mí todos los que estáis agobiados por una pesada carga, y yo os aliviaré", dice Jesús en el Evangelio según san Mateo (Mt 11,28). Es una llamada a entregarse al plan de Dios, por misterioso que sea.
¿Qué se puede destacar en esta prueba? ¿Qué quiere visitar y sanar el Señor? La pareja puede entonces ser una luz para el otro, para soportar juntos el sufrimiento. Compartir el sufrimiento en pareja no es nada fácil. Hay tantas formas de sufrir como criaturas de Dios. Ponerse de acuerdo en el sufrimiento es aún más difícil que ponerse de acuerdo en la felicidad.
La pareja puede convertirse con la misma facilidad en el lugar más precioso para superar juntos la prueba, o en el lugar más dramático en el que la distancia entre los cónyuges sigue creciendo. Sin querer la felicidad por encima de todo, tal vez demasiado deprisa, se trata de aceptar, de seguir creyendo en la Luz en el fondo de la noche. La felicidad llegará. Volverá.
La responsabilidad del cónyuge no está tanto en las cosas que hay que hacer para que el otro sea feliz, sino en la disponibilidad del corazón para ir por la vida juntos, unidos, en la comunión conyugal iniciada el día de su matrimonio. Caminar juntos requiere delicadeza, pues el ritmo de uno no siempre coincide con el del otro.
Conviene entonces recordar que el cónyuge es un don de Dios, un regalo para uno mismo: es ese Otro que revela la verdad de mi ser y me ayuda a acercarme a Dios. Mi cónyuge me dice algo sobre mí mismo. Me ayuda a mejorarme, a liberarme de mi pecado y a renacer a pesar de mis heridas. Mi cónyuge es un don que Dios me hace para acercarme a Él.
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