Los mandamientos de la ley de Dios fueron dados a Moisés en el monte Sinaí, como lo narra el libro del Éxodo, siendo el más grande el primero: amar a Dios, como lo dice el Deuteronomio en 6, 4-5:
«Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas».
Esto lo ha entendido perfectamente el pueblo judío, que desde hace miles de años, enseña a sus niños este importante precepto, recordándolo todo el día, porque el mismo texto lo manda:
«Graba en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy. Incúlcalas a tus hijos, y háblales de ellas cuando estés en tu casa y cuando vayas de viaje, al acostarte y al levantarte. Átalas a tu mano como un signo, y que estén como una marca sobre tu frente. Escríbelas en las puertas de tu casa y en sus postes».
Recuérdalo día y noche
Se trata de una enseñanza muy profunda para nosotros. Los padres judíos repiten todo el tiempo a sus hijos este precepto, por lo que todos lo conocen desde temprana edad. Amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente, está resumido en nuestro mandamiento de «amar a Dios sobre todas las cosas», lo que quiere decir que todo nuestro ser debe amar a Dios.
Por eso es tan significativo que los judíos cubran su cabeza y lleven filacterias con pasajes de la Torá en la frente, como recordatorio de que el Señor está en su mente.
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Los cristianos ¿cómo amamos a Dios?
Nuestro Señor Jesucristo dejó en claro que no venía a abolir la Ley ni a los profetas, sino a darle plenitud (Mt 5, 17) y, por supuesto, reiteró que el mandamiento más grande de la Ley es el del amor a Dios. Pero añadió una novedad para aquellos tiempos del «ojo por ojo y diente por diente»: el segundo mandamiento era semejante a ese: «amarás a tu prójimo como a ti mismo».
Y más aún: San Juan agrega que nadie puede decir que ama a Dios si odia a su hermano porque es un mentiroso (4, 20), por lo tanto, el amor que tenemos a Dios debe reflejarse en lo que hagamos a los demás, a pesar de que no nos gusten; por el contrario, precisamente por eso, amar al otro tiene tanto valor a los ojos del Señor, que a todos nos ama infinitamente.
Solo así estaremos amando a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Hagamos caso del mandato del Señor, por nuestro propio bien.
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