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Te compartimos la receta para la felicidad que Jesús nos dejó

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Shutterstock | Yuganov Konstantin

Reginaldo Manzotti - publicado el 05/09/23

Puede que existan muchos caminos, pero tratar a todas las personas con igualdad y justicia es una conducta que nos encamina hacia la felicidad

Déjate cortar y renacer por la poda del Señor, pues cuanto más nos abrimos a amar y caminar -aún con muchos contratiempos- por los caminos del Señor Jesús, más duradera es nuestra experiencia de felicidad. Esto se refiere a las actitudes simples y posibles, por ejemplo el perdón. No se puede vivir sin el perdón, y por eso ejercitarlo es condición para ser feliz. Tratar a todas las personas con igualdad y justicia es otra conducta que nos sitúa en el camino de la felicidad.

Según San Agustín, solo el amor de Dios nos da la verdadera felicidad. Por tanto, solo Él es digno del mayor amor que podamos sentir. Por eso la ausencia de Dios es el infierno mismo, el dolor más grande que uno puede experimentar. Y no porque Dios o la Iglesia lo crearon y lo quisieron, sino como resultado de una decisión angelical de negar a Dios. Por tanto, debemos comprender que la libertad y la felicidad solo provienen de Dios. 

Diferencia entre alegría y felicidad

A menudo hacemos una distinción importante entre los conceptos de alegría y felicidad. En el primer caso, aunque la alegría es uno de los frutos del Espíritu Santo, se trata de una satisfacción momentánea. La felicidad, por otra parte, no es un estado definitivo, sino una obra en construcción permanente que depende del ejercicio de la espiritualidad, el amor, la compasión y la humildad. 

En otras palabras, para ser verdaderamente felices necesitamos actualizar las bienaventuranzas en nuestra vida en todo momento. Como ya hemos visto, son la “receta para la felicidad” dada por el mismo Jesús. Felices aquellos que, con sus actitudes, hacen presente el Reino de Dios en el mundo de hoy. Hacer caridad (ayudar a los demás sin esperar nada a cambio) es una de las bienaventuranzas que enseña el Señor. Aquí está la pregunta: ¿Dónde tenemos que cambiar? De nada sirve proponernos hacer algo grandioso, porque ciertamente no podremos lograrlo y, de hecho, nada cambiará. 

Cuidar nuestras relaciones con la gente y con nosotros mismos

Dentro de casa, ¿qué debemos revisar? En este sentido hay mucho que mejorar. Cuando nos invitan a la casa de alguien, no importa la sencillez del ambiente, pero sí la atención que se presta. Recibir a una persona y dejarla a un lado para hablar por teléfono o con la televisión encendida es una total falta de consideración. El mismo cuidado debemos tener con nuestros familiares en esos momentos en los que estamos juntos para comer o simplemente para conversar.

En el trabajo el cambio también es necesario. Intenta identificar los comportamientos que te impiden alcanzar tus objetivos y no dudes en cambiarlos. 

En la vida espiritual, ¿por qué no empezar con una mayor asistencia a misas y celebraciones religiosas? Puede que no lo parezca, pero estas actitudes marcan la diferencia. No necesitamos emprender transformaciones importantes de inmediato. Al fin y al cabo, para buscar a Dios tenemos que empezar por algún lado, así que comencemos por los cambios que están a nuestro alcance. “Muéstrame el camino que lleva a la vida. Tu presencia me llena de alegría y me trae felicidad para siempre” (Sal 16,11).

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