Conviene, desde el principio, definir, con Estêvão Tavares Bettencourt, OSB, que "la espiritualidad es la actitud (que comprende convicciones y prácticas) que asume el hombre frente a los valores espirituales (Dios, el alma humana, la inmortalidad póstuma,...)" (Curso de Espiritualidad . Río de Janeiro: Mater Ecclesiae, 2006, p. 1-2).
De este modo, ocuparse de los caminos de la espiritualidad es atender a lo más íntimo del ser humano. Porque "hecho por el Absoluto y marcado con el sello del Absoluto en su corazón, todo hombre es peregrino del Absoluto.
Es consciente de que 'la forma de este mundo pasa' (1Cor 7,15) y por eso tiende hacia lo que 'ojo nunca vio, oído nunca oyó, el corazón del hombre nunca percibió' (1 Cor 2 ,9)" (ídem).
Ahora bien, entre las diversas escuelas de espiritualidad católica (carmelita, franciscana, benedictina, jesuita, etc.) se encuentra la cisterciense.
Sí, creemos que es importante destacar la existencia de una escuela cisterciense de espiritualidad.
Aunque benedictina en sus fuentes, no puede, sin más, ser considerada simplemente benedictina, ya que tiene, además de su base común con la de los primeros hijos de san Benito, sus propias características especiales.
Por eso citamos una respetable declaración de Bernardo Olivera, OCSO, ex abad general trapense, quien sostiene:
"Hay una 'espiritualidad cisterciense' (fe llevada a la vida de una forma determinada), distinguible de otras espiritualidades.
Algunos de los elementos de esta espiritualidad serían: la importancia de la experiencia personal y comunitaria, la afectividad, la Regla de san Benito sin añadiduras, la caridad cenobita y contemplativa, la unanimidad, la amistad, la santa Humanidad de Jesucristo, la devoción mariana...
No faltan los que creen que no se puede hablar de una espiritualidad propiamente cisterciense (J. Lecrercq). Pero hay, gracias a los cistercienses, y sobre todo a san Bernardo de Claraval, una 'teología de la espiritualidad o de la mística'".
Esta espiritualidad nace, según Luís Alberto Ruas Santos, O. Cist., de "una síntesis feliz y atractiva de los tres elementos que prevalecieron en los movimientos de reforma monástica".
"Los monasterios de la Orden ofrecían un alto grado de soledad , bien por la distancia de la sociedad y el tejido de sus relaciones, bien por la estricta disciplina del silencio que reinaba en ellos, con largas horas dedicadas a la lectio -lectura orante y meditada de los Palabra de Dios– y a la oración privada, y al mismo tiempo consolación de una comunidad fraterna.
En otras palabras, hubo mucho eremitismo en la vida cisterciense en el marco de la comunión fraterna propia del cenobitismo y del ideal de vida apostólica.
Finalmente, los cistercienses querían ser pauperes Christi, pobres de Cristo, es decir, pobres con Cristo pobre y con eso fundaron la tercera corriente del monacato reformado del siglo XI".
Más aún:
"Los monasterios cistercienses produjeron grandes místicos. El más importante de ellos fue san Bernardo de Claraval.
Hay muchos otros nombres, sobre todo en el siglo XII, como Guilherme de Saint-Thierry, Elredo de Rievaulx o Isaac de Estrela, por citar sólo los más conocidos.
Todos escribieron sobre su experiencia mística personal. El florecimiento de la escuela cisterciense es el gran testimonio del éxito de la aventura espiritual vivida en los monasterios de la orden.
Estos autores ofrecen en sus obras riquezas espirituales que conservan, aún hoy, todo su valor, no sólo para los monjes, sino para todos los cristianos.
Quizás nunca ha habido en la Iglesia una escuela de espiritualidad tan uniforme en cuanto a temas y con tantos autores como la cisterciense".
Que estos datos corroboren nuestra afirmación: hay, efectivamente, una escuela cisterciense de espiritualidad.