El 19 de febrero de 2006, en Nueva Rosita (Coahuila) a las dos y media de la mañana una explosión por acumulamiento de gases colapsó varios túneles en una mina de carbón llamada Pasta de Conchos y sepultó a 65 mineros que laboraban en la mina en el turno de las diez de la noche a la seis de la mañana.
Es el desastre más grande de la historia minera de Coahuila, al norte de México, y de la región carbonífera de Sabinas, que en un vuelco de la historia se ha convertido de nuevo en noticia. Por dos razones: por una nueva tragedia y por ser el epicentro de parte de la política energética de la actual administración federal de México.
En efecto, el 3 de agosto pasado, diez mineros quedaron sepultados en una mina de carbón semi-clandestina (El Pinabete) cuando las frágiles paredes de la excavación cedieron al peso del agua acumulada e inundaron el pozo número uno, donde laboraban los trabajadores arrancando carbón del subsuelo.
Y cuando el mundo se prepara –sobre todo por la crisis de la guerra en Ucrania—a apostar por energías limpias, el gobierno del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador y su director de la Comisión Federal de Electricidad (Manuel Bartlett) han apostado en volver al carbón para alimentar las plantas hidroeléctricas.
Eso ha empujado a muchos trabajadores de la región de Sabinas a meterse en estos agujeros que operan sin medidas de seguridad, sin control gubernamental, ya sea por tradición familiar o por los bajos salarios y las pocas oportunidades de trabajo que existen en la zona. O por las dos cuestiones a la vez.
De los 67 mineros atrapados en Pasta de Conchos solamente lograron escapar dos personas. Dieciséis años y medio después de la tragedia, los restos de 65 seres humanos quedaron bajo la tierra. Los familiares de los diez mineros del Pinabete, con justa razón, han pedido que el esquema de dejarlos enterrados para siempre, no se repita.
La esperanza fue muriendo
La esperanza del rescate de los mineros vivos hace tiempo quedó echa a un lado. Los familiares que han estado presentes desde el 3 de agosto, cuando se supo de la inundación de los túneles por quienes lograron salir del Pinabete, ahora lo único que quieren es recuperar los restos de sus seres queridos para darles sepultura.
Las autoridades mexicanas han dado un plazo de entre seis y once meses para que eso ocurra. Aunque Pasta de Conchos y sus 65 sepultados ronde en su cabeza, han aceptado de mala gana una indemnización por parte del Gobierno mexicano, pero no dan su brazo a torcer para que pronto rescaten sus restos.
Aquel 3 de agosto, quince mineros se encontraban trabajando en el pozo número uno del Pinabete, a unos 60 metros de profundidad, cuando las paredes se reblandecieron por la presión del agua, provocando que el túnel donde estaban laborando se viniera abajo. Diez quedaron atrapados y cinco pudieron salir con vida.
No obstante elementos de Protección Civil y Guardia Nacional llegaron muy pronto a la zona, los trabajos de rescate se vieron obstruidos por los niveles de agua y de escombro que propiciaron la inundación y el derrumbe del túnel que dejó a los diez atrapados, sin salida.
Aunque los familiares han denunciado, en múltiples ocasiones, las fallas y la lentitud de los equipos de rescate, lo cierto es que las condiciones en las que trabajaba la mina (ya hay personas detenidas) hicieron muy difícil –imposible—penetrar hasta el lugar donde se encontraban presuntamente los trabajadores.
Las autoridades mexicanas tardaron mucho tiempo en consultar a expertos internacionales lo cual exasperó a los familiares de los mineros atrapados, quienes sostuvieron que si hubiese habido una intervención internacional, sus seres queridos podrían haber sido rescatados pronto, quizá con vida.
Un rescate fallido
"Creo que pudieron haber hecho más desde un principio, solo están improvisando. Yo estuve participando en el rescate, estuve contribuyendo en la instalación de bombas (de agua) pero creemos que solo están improvisando y no dan resultados concretos”, dijo a la CNN Jorge Luis Mireles Romo, hijo de uno de los mineros atrapados.
Mireles Romo agregó algo (que es muy típico de las autoridades políticas mexicanas en cuestión de desastres naturales): “Ya habíamos propuesto que se pidiera ayuda extranjera o expertos que estuvieran preparados para estas situaciones, pero se nos negó esa propuesta".
A un mes del accidente, el sábado 3 de septiembre, el párroco de la vecina población de Agujita, Teodoro Durán Ramírez, celebró una Misa a la entrada de los cuatro pozos que conformaban la mina de carbón del Pinabete. Asistieron solamente los familiares y algunas autoridades municipales y federales.
Al finalizar la Misa, el sacerdote dijo al grupo Reforma que el ambiente que imperaba entre los familiares era muy distinto al que había cuando ocurrió el accidente (y es que él mismo estuvo ahí desde el primer momento). Ahora, dijo Durán Ramírez, “pienso que Dios ya les dio la paz… con mucha fe de recuperar los cuerpos de los mineros”.
Jaime Pérez, hijo de uno de los mineros atrapados, con un Cristo en los brazos al salir de Misa, dejó constancia de la fe sencilla de un pueblo que ha sido taladrado por la injusticia: “Nos hincamos para pedirle a Él que se haga su voluntad; que se haga su voluntad”, repitió.
"La inundación en este pozo se nos convierte en un reclamo de Dios para que rescatemos del olvido a tantos hermanos y hermanas nuestros en igual peligro. Nos pide reconocer a los Lázaros de nuestra puerta y saberles dar nombre, espacio en el corazón y reconocimiento en nuestras decisiones y legislaciones", dijo en un editorial el órgano católico Desde la Fe, de Ciudad de México